El amanecer llegó lento, filtrándose por las cortinas de lino como un secreto que no quería ser revelado.
El resto de la casa seguía en silencio, pero Isabelle no había dormido ni un minuto.
Cada crujido de la madera en los pasillos le parecía una señal, cada sombra proyectada por las ramas un presagio.
Había pasado la noche sentada en el sillón junto a la ventana, mirando la puerta de su habitación como si fuera el borde de un precipicio.
A las seis y veintidós, el primer toque llegó.
No era un golpe, sino un roce, como si la persona al otro lado dudara de entrar.
Su respiración se detuvo.
—¿Quién es? —preguntó, aunque parte de ella ya lo sabía.
Silencio.
Luego, una voz baja, cargada de todo lo que no habían dicho en semanas:
—Ábreme, Isabelle.
Su mano tembló en el picaporte.
Por un instante, pensó en Noah, en la amenaza velada de la noche anterior.
Pero cuando giró la manija, no estaba segura si estaba eligiendo… o cayendo.
La puerta se abrió despacio, re