05

La noche envolvía las calles con una calma medida mientras el Lexus LC 500 cobrizo naranja deslizaba su silueta perfecta entre luces tenues. James conducía sin prisa, el volante firme entre las manos, su mirada dividida entre el camino y los gestos de Isabelle, sentada junto a él, con la ventana a medio abrir y la respiración más acelerada de lo habitual.

Ella se desabrochó el blazer con torpeza, dejándolo caer sobre sus piernas.

—Hace calor —murmuró—. Mucho más del que debería.

James la miró de reojo.

—¿Estás bien? Si quieres, te llevo al hospital. Mi mejor amigo es el dueño, podrían atenderte enseguida.

—No —dijo ella, apretando los labios—. No necesito un hospital. No quiero volver a la mansión así. No en este estado.

Él frunció el ceño, sin soltar el volante.

—¿Qué estado?

Isabelle tardó en responder.

—Este. En el que estoy ahora. No sé cómo explicarlo... solo sé que no quiero volver. No así.

James asintió sin palabras. El silencio entre ellos tenía textura. Una que se estiraba sin romperse.

—Podemos ir a un hotel —sugirió él con prudencia—. Estarás más tranquila. Te llevo hasta ahí.

—Sí... pero solo si tú te quedas.

James giró suavemente en la próxima salida, dejó que el coche cambiara de dirección con la misma delicadeza con la que le tomaba una decisión importante.

—Pensándolo bien —dijo, bajando la voz—. Prefiero llevarte a otro sitio. A mi casa. Está más cerca que cualquier hotel y no será necesario que expliques nada si alguien pregunta.

Isabelle lo miró con curiosidad.

—¿Tu casa?

—Sí. Es en Belvedere Hill. Justo detrás de la línea de los viñedos. Te gustará.

Ella asintió después de pensarlo. El calor se intensificaba en su piel, pero la duda no. Quería aire. Quería silencio. Quería respuestas que aún no se traducían.

El trayecto continuó en quietud compartida, hasta que el coche giró entre dos columnas de mármol e ingresó en una propiedad que parecía sacada de un libro olvidado por el tiempo. Puertas altas de madera, luces cálidas, jardines precisos como relojes.

Isabelle bajó primero, no por protocolo, sino por necesidad. Caminó hacia la entrada, dejando que la brisa la atravesara. James la siguió de cerca, su paso calmo, pero atento.

—¿Esta mansión... es tuya? —preguntó, todavía dudando si soñaba.

—Sí.

—¿Y cómo…?

—Tengo un trabajo —sonrió—. Aunque no lo parezca, no todo lo que hago se queda en la sombra de los Moore. Me permitió esto... y otras cosas.

Ella se giró lentamente, ya con las mejillas más sonrojadas que por el calor.

—Espero que algún día me cuentes qué haces realmente.

—Cuando sea el momento, lo sabrás.

James abrió el portón principal y dejó el auto encendido frente a la entrada, como si supiera que lo que venía no necesitaba seguir las reglas.

Isabelle subió las escaleras de mármol. James tras ella. Pero antes de que él pudiera alcanzarla, ella se detuvo en el descanso de los escalones. Se giró. Lo miró.

—Detente —dijo, apenas, como si contuviera algo más fuerte que las palabras.

James bajó el paso.

—Me estás preocupando. Dime qué te pasa, por...

Pero no terminó la frase.

Isabelle cruzó la distancia entre ellos en un instante, lo tomó del cuello de la camisa y lo besó. No fue una caricia. Fue hambre, fue impulso, fue todo lo que había contenido desde el bar, desde la mansión, desde la última vez que lo había mirado con más miedo que deseo.

James no se resistió. La mano se deslizó por su cintura, el cuerpo respondió como si hubiera esperado ese momento desde antes de saber que lo necesitaba.

El beso no había sido un accidente, ni un impulso pasajero. Fue una decisión compartida, un puente que ambos habían estado evitando cruzar, hasta ahora.

James subió los últimos escalones de la entrada junto a Isabelle, sin apartar los ojos de los suyos. La puerta de la mansión se abrió con un suave click, como si el lugar reconociera la urgencia que habitaba entre ellos.

Dentro, las luces eran tenues, el mármol reflejaba sombras cálidas, y el silencio era casi ceremonial. Isabelle avanzó primero, sus pasos resonando con una mezcla de curiosidad y necesidad. James la siguió sin prisa, observando cómo sus manos rozaban las paredes como si quisieran entenderlas.

—Es precioso —dijo ella, apenas audible, como si temiera romper la atmósfera con una palabra demasiado fuerte.

—Tú lo haces parecer mejor —respondió él.

No hubo más preguntas. No hacía falta. El lenguaje se volvió otra cosa —miradas que se prolongaban más de lo habitual, silencios que decían más que las frases bien estructuradas, el roce accidental que se volvió intencional.

Isabelle se giró, lo miró desde el centro de una sala que parecía diseñada para una película y dio el siguiente paso sin miedo. James la recibió con los brazos abiertos, como si su mundo finalmente hubiera encontrado equilibrio en medio del caos.

James apoyó a Isabelle contra la pared de mármol, su respiración entrecortada contagiando al silencio de una tensión casi eléctrica. James la rodeó sin tocarla aún, pero la cercanía era un imán irrenunciable.

Sus cuerpos se reconocían antes de rozarse, como si el aire mismo empujara el deseo entre ellos. Las miradas se volvieron más oscuras, más urgentes. Isabelle deslizó los dedos por la camisa de James, no con torpeza, sino con la determinación de quien había dejado atrás cualquier duda. Él respondió bajando la cabeza hasta su cuello, sin besarla todavía, pero haciéndola temblar solo con la proximidad.

—Belly… estás segura de lo que estamos haciendo?

Ella lo miró directamente, sin vergüenza. Sus manos en el pecho de él, su voz temblando pero firme.

—Sí... Quiero que seas tú. Quiero entregarte eso que nunca le he dado a nadie.

James cerró los ojos un segundo, y cuando los abrió, algo en su mirada se volvió solemne, pero aún más ardiente.

Los segundos se dilataron. Isabelle terminó por desvestir a James y James a ella. El calor no era del ambiente, era de su piel contra la expectativa, del roce intencionado, del deseo contenido que se había gestado desde hacía demasiado.

Se perdieron en un rincón discreto de la mansión, donde las luces eran más tenues y los espejos parecían cómplices mudos. Las caricias llegaron como olas, primero suaves, luego arrebatadas. Cada gesto era una confesión, cada palabra susurrada entre jadeos era una promesa que no necesitaba cumplirse en voz alta.

No se trataba de seducción, sino de rendición mutua.

Cuando finalmente terminaron, llenos de satisfacción, se separaron, con las mejillas encendidas y el cabello revuelto, Isabelle lo miró como si acabara de redescubrirlo.

James no dijo nada. Tampoco hacía falta. El fuego aún ardía en sus miradas.

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