El sonido de las sirenas se desvaneció, dejando paso al silencio aséptico y opresivo de los pasillos del Hospital Central. El olor a desinfectante y alcohol se mezclaba con el miedo metálico que cada miembro de la familia Baruk llevaba en la garganta.
Habían pasado dos horas. Dos horas eternas desde que las puertas batientes de urgencias se tragaron la camilla donde iba Baruk, conectado a máquinas que pitaban con una urgencia aterradora.
En la sala de espera privada, reservada para familias influyentes, el aire era irrespirable.
Selim estaba sentada en un sofá de cuero sintético, con la mirada perdida en un punto fijo de la pared blanca. No lloraba; sus lágrimas se habían secado, dejando surcos de sal en su maquillaje impecable. Sostenía un rosario en sus manos temblorosas, sus labios moviéndose en una plegaria muda e incesante. A su lado, Emma, la hermana de Zeynep, le sostenía la mano, ofreciendo un consuelo silencioso a una mujer que sentía que su mundo se desmoronaba.
Kerim camina