El silencio en el comedor fue breve, pero devastador. Baruk, con el rostro ceniciento y una mano presionando su pecho, se levantó de la silla con dificultad. No dijo una palabra más; su decepción pesaba más que cualquier grito. Caminó lentamente hacia su despacho, arrastrando los pies.
Selim lo observó con el corazón en un puño. Antes de seguirlo, se giró hacia sus hijos con una mirada que mezclaba el miedo con una reprensión severa.
—Ya vieron cómo está su padre —susurró Selim, su voz temblorosa pero cortante—. Saben muy bien que él no puede tener disgustos. ¡Ya lo saben! Su corazón es débil. No quiero que sigan discutiendo, ¿me escucharon? Ni una palabra más.
Emmir, pálido, miró a su madre y asintió, tragando el nudo en su garganta. Kerim se pasó una mano por el cabello, frustrado y asustado, y miró a su hermano. La rivalidad se había desvanecido ante el miedo real de perder a su padre.
Zeynep, movida por el cariño incondicional que sentía por su suegro, a quien respetaba como a un