La sala de espera de la Unidad de Cuidados Intensivos se había convertido en un volcán a punto de estallar. El zumbido constante del aire acondicionado y el olor penetrante a desinfectante no hacían más que exacerbar los nervios de la familia Seller. Las horas pasaban lentas, espesas, como si el tiempo mismo se hubiera enfermado.
Ariel, quien había permanecido en un rincón rumiando su propia humillación y miedo, no pudo soportar más el silencio. Se puso de pie de golpe, el sonido de sus tacones resonando agresivamente en el suelo de linóleo. Sus ojos, enrojecidos y salvajes, barrieron la habitación, deteniéndose en su esposo y su cuñado.
—Ustedes... —comenzó, con la voz temblorosa pero cargada de veneno—. Todos ustedes son los culpables de esta desgracia.
Emmir, que estaba apoyado contra la pared con la mirada perdida en el vacío, levantó la vista lentamente. El agotamiento físico y emocional se reflejaba en las sombras bajo sus ojos.
—¿En serio, Ariel? —preguntó Emmir, con un tono de