Baruk Baruk, el patriarca, estaba hundido en el sofá de terciopelo borgoña, la postura de un rey cansado en su trono. Su mano derecha masajeaba una frente surcada por la frustración, una escena que se había repetido con dolorosa frecuencia desde el nacimiento de sus dos hijos.
La puerta principal se abrió con un sonido amortiguado, y por ella entró Emmir. El joven empresario vestía un traje de calle impecable, arrugado tan solo por las dos noches consecutivas que no había pasado en su propia cama. Su expresión era un lienzo de hastío y resignación. Vio a su padre y el instinto lo hizo detenerse, su espalda enderezándose en una pose defensiva.
—¿Papá? Aún despierto —dijo Emmir, su voz baja y cautelosa, como la de alguien que tantea el terreno minado.
Baruk levantó la mirada. Sus ojos, antes llenos de preocupación por el incidente de su otro hijo, Kerim, ahora se fijaron en Emmir con una mezcla de alivio y renovado enfado. La mirada de Baruk siempre había sido una herramienta de negocio