El reloj del comedor marcaba las ocho cuando Baruk y Emir salieron del despacho. La conversación había sido tensa, llena de promesas y sospechas. Aun así, ambos habían decidido no mostrar nada frente a la familia.
En la planta baja, el aroma a comida recién servida impregnaba el ambiente. Selim estaba en la mesa, ayudando a una de las empleadas a colocar los últimos platos. Su rostro, cansado pero sereno, reflejaba un deseo: recuperar la calma que tanto les había sido arrebatada.
—Baruk —dijo Selim al verlo entrar—, ya está todo listo, amor. Ven, siéntate.
Él asintió, intentando mostrar una sonrisa que no sentía.
—Ya vamos, Selim —respondió con voz firme—. Es hora de estar juntos como familia.
Miró a Emir, que lo seguía en silencio, y le dijo en tono bajo:
—Todo esto se arreglará, hijo. Ya lo verás.
Emir asintió sin mucha convicción.
—Sí, papá… espero que así sea.
Ambos se sentaron en la mesa. El ambiente parecía tranquilo, pero la tensión se escondía detrás de cada mirada.
Poco despu