El sonido del motor aún resonaba en la entrada cuando Baruk bajó del auto con el rostro tenso. Llevaba el abrigo desabrochado, la mirada sombría, los pasos acelerados. Apenas cruzó el umbral de la mansión, su voz retumbó en el aire:
—¿Dónde está mi hijo? —preguntó con firmeza, casi sin saludar.
Ariel, que estaba en la sala, levantó la vista del teléfono y lo miró con desdén contenido.
—En su habitación —respondió con voz cansada—. Ya lo vio el médico. Dijo que solo es un resfriado.
Baruk soltó un suspiro breve, entre la preocupación y el alivio.
—Bien… —murmuró, y sin más, subió las escaleras de dos en dos, decidido a ver a su hijo.
El pasillo estaba en silencio. Solo se escuchaba el crujir de la madera bajo sus pasos. Abrió la puerta sin tocar, y el olor a medicinas y a humedad lo golpeó al instante. Allí, junto a la cama, estaba Selim, su esposa, con un paño húmedo en la mano. Lo miró con los ojos cansados y enrojecidos.
—Por fin llegas —dijo, con voz quebrada pero firme—. ¿Dónde es