El reloj marcaba las seis y media cuando la puerta del apartamento se abrió con un golpe seco.
Zeynep levantó la mirada desde el suelo, donde jugaba con el bebé. La risa suave del pequeño llenaba la sala, pero se desvaneció al ver la expresión de Kerim.
Sus ojos estaban vacíos, su postura tensa. Entró sin decir palabra.
—Kerim… —susurró ella, poniéndose de pie—, ¿por qué llegas tan temprano hoy?
Él no respondió. Caminó directo hacia el sofá, donde el bebé descansaba en su coche.
Se inclinó apenas, lo miró unos segundos y luego se dejó caer pesadamente sobre el mueble, frotándose el rostro con las manos.
—Quiero estar solo —murmuró, con voz ronca.
Zeynep frunció el ceño, sintiendo un nudo en la garganta.
—Kerim, me estás asustando. Dime qué pasa…
Él levantó la mirada, los ojos enrojecidos, la mandíbula tensa.
—¡Te dije que te largues! —gritó con una furia que estremeció las paredes.
El bebé empezó a llorar al instante. Zeynep lo tomó en brazos con las manos temblorosas y sin decir pala