Zeynep miraba el reloj por enésima vez. Eran casi las dos de la madrugada y Kerim aún no regresaba.
El apartamento estaba en silencio, solo el leve sonido del reloj y la respiración pausada del bebé que dormía en su cuna llenaban el ambiente.
La joven no podía dejar de pensar en el rostro de Kerim antes de irse: descompuesto, lleno de rabia y dolor.
No sabía qué hacer, ni con quién hablar. Durante toda su vida había sido una mujer solitaria, desconfiada… nunca había tenido verdaderas amigas.
Suspiró, se acercó a la ventana y miró la ciudad iluminada por la luna. Tomó el teléfono con manos temblorosas.
Solo una persona podía escucharla esa noche: Abram, el único en quien confiaba.
Marcó su número y esperó.
—¿Zeynep? —respondió una voz somnolienta al otro lado—. ¿Por qué llamas a esta hora?
Ella apretó el teléfono contra su oído.
—Abram… lo siento, sé que es tarde, pero no sabía a quién más recurrir —dijo con voz temblorosa—. Kerim… él salió completamente borracho. Está muy mal.
Hubo un