El sol apenas comenzaba a filtrarse por las cortinas cuando Zeynep abrió los ojos.
Llevaba una noche en vela, dándole vueltas a un pensamiento que se clavaba en su mente como una aguja.
Se levantó lentamente, se envolvió en su bata de seda y caminó hacia la cocina.
El sonido del hervidor llenó el silencio. Mientras preparaba su desayuno, la leche comenzó a subir en la olla y el aroma a café recién molido inundó el pequeño apartamento.
Pero Zeynep no sonreía: pensaba.
“¿Y si ella decide abortar?”, se preguntó con un nudo en la garganta.
“Ese bebé no tiene la culpa de nada… podría criarlo como mío”.
De pronto, una sonrisa se dibujó en su rostro. Era una idea atrevida, impensable… pero posible.
Su mirada se encendió con un brillo de esperanza.
—Sí… vendrá a mí —susurró—. Me escuchará, estoy segura.
El timbre sonó justo en ese momento.
Zeynep dio un pequeño salto y dejó la leche a un lado, limpiándose las manos apresuradamente.
—Debe ser ella… —murmuró con una mezcla de nervios y emoción.