El aire dentro de la habitación de huéspedes se sentía viciado, cargado con el peso de la llamada amenazante de Azra. Zeynep colgó el teléfono después de hablar con Abram y supo que no podía quedarse quieta. La inacción era su enemiga.
Se movió con una rapidez febril. Abrió el armario y sacó un abrigo largo de lana color beige, una prenda que solía usar cuando quería pasar desapercibida, lejos del glamour que se esperaba de la esposa de un Seller. Se lo puso sobre la ropa sencilla que llevaba, abotonándolo hasta el cuello como si fuera una armadura. Luego, tomó unos lentes de sol oscuros de la mesa de noche. Aunque el día estaba nublado, los necesitaba; sus ojos estaban hinchados por el llanto y, más importante aún, necesitaba ocultar el miedo que se reflejaba en ellos.
Salió de la habitación caminando rápido por los pasillos, evitando hacer ruido con sus tacones. Al llegar al enorme vestíbulo de mármol, su corazón latía desbocado.
—¿Señora?
La voz de una de las empleadas de confianza