En otra parte de Italia, a varios kilómetros de distancia, un convoy negro atravesaba un camino arbolado hacia una mansión recién adquirida en los alrededores de Florencia.
Era una propiedad antigua, restaurada con lujo moderno: jardines interminables, estatuas de mármol iluminadas con luces doradas, y una fuente central que arrojaba agua cristalina sobre esculturas mitológicas.
En la entrada, guardias rusos armados hasta los dientes revisaban cada vehículo. El convoy entró sin problemas.
Mikhail descendió del primer coche. Alto, imponente, con un abrigo largo de piel oscura y una bufanda de seda roja. Su mirada gélida se posó sobre la mansión como quien contempla un reino conquistado.
Un asistente se le acercó con reverencia.
—Señor, la propiedad está asegurada. Los sótanos fueron convertidos en bodega. Aquí podrá almacenar tanto armas como mercancía… y nadie sospechará.
Mikhail caminó por el hall principal. Candelabros de cristal colgaban del techo, alfombras persas cubrían los piso