La luz le taladró los párpados. Su respiración era pesada. Un pitido constante le martillaba el oído izquierdo. Lo único que sentía con claridad era el peso de su propio cuerpo… y un ardor en el costado.
—¿Dónde…? —Rocco apenas susurró, la voz como papel raspado.
Intentó moverse. Fracasó.
Parpadeó lentamente. Paredes blancas. Un techo con una lámpara colgante. El olor a desinfectante. Una máquina que pitaba a su lado. Y entonces, frente a él, una figura oscura, de pie con los brazos cruzados.
—Qué bueno tenerte acá —dijo con una voz que no podía confundir ni en mil vidas—. Espero que hayas dormido muy bien, bella durmiente.
Greco.
Rocco giró la cabeza con esfuerzo, jadeando. Tenía vendajes en la clavícula, una sonda, y un moretón púrpura que le cubría la mitad del cuello.
—¿Qué… qué pasó?
—Una pelea. Mal cálculo. Demasiada confianza. Y un traidor que casi te manda al otro lado. —Greco se acercó, dejó caer una silla y se sentó con un suspiro pesado—. Llevas tres días despierto… pero ha