Este capítulo fue, sin duda, uno de los más duros que he escrito. Rubí no es una santa, pero tampoco merecía un final tan brutal. Su vida, sus decisiones y hasta su enemigo más cercano se unieron en el momento menos esperado para sellar su destino. Escribí esta escena con el humo en los pulmones y el calor del fuego en la piel, porque quería que cada lector pudiera ver, oír y sentir el caos tal como lo vivieron ellos: Marco, impotente, viendo cómo le arrancaban lo único que amaba; Greco y Dante, moviéndose como sombras letales; y Vittorio, dejando su marca como un veneno que no se olvida.