La mansión de Vittorio olía a madera lustrada, cologne cara y lluvia que intentaba entrar por las rendijas. El mármol del vestíbulo brillaba como hielo. Retratos antiguos miraban desde las paredes, testigos sin lengua.
Una ventana lateral, zona ciega recién creada, cedió sin que nadie oyera nada que no fuera la tormenta. Greco entró primero, una sombra con corazón. Dante detrás, dos hombres más cerrando.
—Arriba —susurró Greco—. Ala oeste.
Pasaron frente a un guardia que bostezaba y nunca terminó el gesto: Dante lo durmió con un golpe seco en el occipital y lo arrastró detrás de una consola. En el pasillo, dos más: uno cayó con una inyección intramuscular que apagó la luz; el otro sufrió una llave en la laringe que lo dejó boqueando y se desmayó en silencio.
La puerta estaba entreabierta. Dentro, penumbra, olor a alcohol medicinal y a ropa cara. En la cama, el hermano de Vittorio (el hijo mayor, el depredador viejo): piel cerosa, gesto de mal humor hasta dormido, la pierna derecha ríg