La camioneta de los Leone se detuvo en un camino polvoriento a las afueras de la ciudad, un lugar donde el silencio era tan espeso como la neblina. Los hombres de Greco bajaron a la madre de Luciana, aún temblando, con el rostro hinchado de tanto llorar. Entre sus manos llevaba la caja negra, rectangular, pesada como una condena.
Uno de los sicarios le abrió la puerta trasera con brusquedad.
—Hasta aquí llegas, señora. Tu camino lo termina otro.
Ella intentó suplicar, pero Greco, desde la distancia, levantó una mano y cortó sus palabras. Su voz fue firme, sin una gota de compasión:
—Que Vittorio te encuentre. Y cuando lo haga, que entienda que esto es solo un principio.
La empujaron, cayendo de rodillas al asfalto, con la caja todavía entre los brazos. La camioneta arrancó y desapareció en la noche.
Ella permaneció allí, sin fuerzas, abrazando la caja como si fuera un hijo muerto, mientras la sangre que se filtraba por una rendija manchaba su vestido.
El rugido de motores rompió el si