Moscú, meses después del incendio
La nieve caía sin fuerza, pero el aire olía a hierro y memoria.
El avión descendió entre nubes grises, y el rugido de los motores resonó como un eco del pasado.
Ekaterina Volkov mantenía la mirada fija en la ventanilla. Moscú parecía dormida bajo una capa de hielo; solo las luces del aeropuerto cortaban la oscuridad.
A su lado, Morózov permanecía en silencio, el abrigo oscuro, los ojos serios. No necesitaban hablar: el vuelo cargaba suficiente tensión por los dos.
Una turbulencia sacudió el avión sin previo aviso.
Ekaterina soltó un pequeño grito y, al intentar sostenerse, perdió el equilibrio.
Cayó directamente sobre Morózov; sus manos se estrellaron contra su pecho, y por un instante sus rostros quedaron tan cerca que el aire se volvió espeso.
El latido de ambos llenó el silencio.
Él le sostuvo la cintura, sin apartar la mirada.
El perfume de ella, a jazmín y pólvora, lo envolvió.
—Perdón —susurró Ekaterina, con las mejillas encendidas.
—No te discu