La camioneta negra se detuvo frente al Perla Negra. El olor a pólvora y madera quemada impregnaba el aire, y las sirenas lejanas de la policía parecían ladridos de perros que no se atrevían a entrar en ese territorio.
Greco bajó despacio, con el abrigo aún desabrochado, el rostro endurecido. Sus ojos recorrieron el panorama: botellas rotas, mesas volcadas, un par de cadáveres en el suelo cubiertos a medias con chaquetas. El humo aún se escapaba de las cortinas chamuscadas.
Dante se acercó, con el teléfono todavía en la mano. Su semblante era grave, como el de alguien que se siente culpable de haber parpadeado un segundo de más.
—Llegaste rápido… —murmuró.
—Dijiste que era importante. —Greco lo observó con una mirada que perforaba—. ¿Qué pasó?
Dante tragó saliva.
—Entraron hombres de Vittorio. Unos ocho… Vinieron directo a causar estragos, no a quedarse con el lugar. Querían enviar un mensaje.
Greco caminó entre los restos, el sonido de sus zapatos sobre los vidrios rotos parecía un ec