[Bodega – Madrugada]
Rubí estaba atada a una vieja silla de metal oxidado, en medio del silencio más absoluto. Las cadenas que apretaban sus muñecas crujían con cada movimiento nervioso que hacía. La lámpara colgante oscilaba lentamente sobre su cabeza, proyectando sombras siniestras sobre las paredes manchadas de sangre.
Frente a ella, LAS CABEZAS colgadas del techo, ya sin vida. Paolo, con la boca cosida con hilo negro grueso, como si alguien hubiese querido acallar su podredumbre hasta después de la muerte. Y Rocco, con los ojos cosidos completamente, la cara aún deformada por
la tortura.
Rubí empezó a temblar.
—N-no… no puede ser… —murmuró, la voz quebrada.
La puerta se abrió de golpe. Entraron Greco y Dante, ambos vestidos con abrigos oscuros, guantes de cuero y una mirada que no conocía ni compasión ni piedad.
—¿Estás cómoda, puttana? —Greco se detuvo frente a ella—. Tenías buena memoria para seducir, pero parece que olvidaste lo más importante: en la mafia nada se olvida.
—¡Por