(Perspectiva de Arianna)
El teatro todavía olía a incienso, sudor y terciopelo. El aplauso final seguía latiendo en su pecho como un eco sagrado, incluso mientras Arianna se retiraba del escenario con las zapatillas colgando del cuello y el maquillaje resquebrajándose sobre los pómulos. Había danzado como si su alma colgara de cada paso, y lo había sentido: el público, por fin, la había visto. Pero cuando entró al camerino, no fue el silencio lo que la esperaba. Fue un jardín entero. Una docena de ramos, exuberantes, preciosos. Peonías, lirios blancos, gardenias. El aroma era embriagador, como si la naturaleza hubiese irrumpido en su pequeño mundo de luces artificiales y madera vieja. Y entre todos, uno sobresalía. Un solo ramo de orquídeas negras, envuelto en papel de seda dorado. Una tarjeta, pequeña, escrita a mano: “Bravissima. Hay belleza que arde incluso en la oscuridad. —G” El corazón de Arianna se apretó. Greco. No había vuelto a verlo desde aquella noche. Solo el recuerdo de sus ojos llenos de furia a como ella los imaginaba. Se había convencido de que fue un momento aislado. Un error. Una fantasía. Pero ahora, con esas flores temblando entre sus dedos, lo sentía de nuevo: estaba siendo observada. Y no era el único. —Qué romántico —dijo una voz seca tras ella. Se giró con un sobresalto. Paolo estaba de pie en la puerta del camerino. Había llegado sin hacer ruido, como siempre. Camisa abierta, el cabello revuelto, los ojos oscuros como la tormenta. —Paolo... no sabía que vendrías —murmuró ella, ocultando la tarjeta tras su espalda. —Claro que sí sabías. Te dije que estaría. Pero parece que estabas muy... entretenida con tu fan misterioso. Cerró la puerta con un leve empujón. El clic del cerrojo sonó más fuerte de lo que debería. Arianna dio un paso atrás, chocando contra la mesa del camerino. Las flores cayeron al suelo como mariposas muertas. —¿Qué haces? —preguntó, con voz baja. —Solo vine a felicitarte. Pero parece que alguien más se me adelantó. Paolo se acercó, y aunque no la tocó, su presencia la cubría como una sombra. Olía a colonia y cigarrillos, y su sonrisa era la de un hombre que ya no fingía ternura. —¿Quién te mandó eso? ¿Un amante a caso? ¿Quien putas fue? - Su tono era burlón, pero su mirada estaba cargada de veneno. Arianna no respondió. Paolo se inclinó, recogió las orquídeas y las aplastó entre sus manos. —¡No necesitas basura como esta! —espetó—. ¡No necesitas a nadie más que a mí! Ella quiso gritar, pero solo tembló. No quería llorar. No aquí. No ahora. Entonces, alguien golpeó la puerta del camerino. —¿Arianna? ¿Todo bien? —La voz era femenina. Clara. Una de sus compañeras de ballet. Arianna inspiró con fuerza. —¡Sí! ¡Solo... me cambio y salgo! Paolo le dirigió una última mirada gélida. Luego se giró, caminó hacia la puerta, y antes de abrirla, murmuró: —Vamos a hablar en casa. Esto no termina aquí. --- El taxi de regreso fue un mar de luces distorsionadas y pensamientos rotos. Arianna sostenía la tarjeta de Greco, sin saber que era el, todo era un misterio lleno de intrigas, como si fuera una reliquia. No sabía si lo había hecho por ternura, por posesión, por juego. Pero la había hecho sentirse vista. Protegida. Y ahora más que nunca, sentía que esa protección era algo más que una fantasía. Paolo la esperaba en casa. Pero Arianna no fue. Dio la dirección equivocada al taxista. Bajó unas cuadras más lejos, en la zona vieja de la ciudad. Caminó bajo la lluvia fina hasta llegar a la pequeña cafetería que siempre estaba abierta de noche. Pidió un té. Se sentó junto a la ventana. Y sacó su celular. Miraba una y otra vez la tarjeta al ver ese mensaje su corazón vibraba de emoción pero a la vez de miedo. No sabía cómo lo había conseguido. Solo sabía que una noche, después el apareció con flores como si siempre hubiese estado allí. Arianna apoyó la cabeza contra el vidrio. El mundo afuera era frío. Pero dentro de ella, algo ardía. --- (Perspectiva de Greco) Cuando Dante entró en su oficina, Greco ya estaba leyendo el mensaje de que Arianna había recibido las flores por quinta vez. —¿Así que ahora escribimos poesía? —bromeó el guardaespaldas, aunque su tono no era del todo ligero. Greco no contestó. Guardó el teléfono en el bolsillo y se volvió hacia el mapa donde los círculos rojos indicaban los almacenes de los Serrano. —Quiero que ardan esta semana. Todos. —No es buen momento. Hay presión. La policía ya está patrullando con más frecuencia. —No me importa. Ellos empezaron esta guerra. Nosotros la vamos a terminar. Dante cruzó los brazos. —¿Y qué pasa si te estás distrayendo? Esa chica... no es de este mundo. No sabe con qué está jugando. ¿Y tú? ¿Lo sabes? Greco se le quedó mirando largo. Luego respondió: —Justamente por eso quiero mantenerla lejos de esto. Pero si ese imbécil la toca juro por mi sangre que lo haré desaparecer. Dante suspiró. —Entonces más vale que prepares el terreno. Porque esos“imbécil” no es cualquier civil. Es un Serrano el Lider de uno de los capos fuertes. Greco se quedó inmóvil. Un silencio pesado cayó entre ellos. La guerra no solo era territorial. Era personal. Y Arianna estaba en el medio. --- (Perspectiva de Arianna) El ensayo del día siguiente fue una niebla. Su cuerpo se movía, pero su mente estaba en otra parte. En las orquídeas rotas. En las palabras de Greco. En la amenaza en los ojos de Paolo. Sabía que no podía seguir así. Que debía romper ese lazo venenoso antes de que la devorara por completo. Pero también sabía lo que Paolo era capaz de hacer. Y esa noche, cuando regresó al pequeño departamento que aún compartían, lo vio. Esperándola. —No fuiste a casa ayer —dijo, sin levantar la voz. Arianna dejó las llaves sobre la mesa. —Dormí en casa de Chiara. Necesitaba aire. —¿Aire? ¿O compañía? Ella lo miró, sin decir nada. Paolo se levantó. Dio un paso hacia ella. —¿Sabes qué pasa cuando una bailarina se rompe un tobillo? ¿Qué pasa con su carrera? Nada. Desaparece. Nadie se acuerda de ella. El silencio fue más violento que un grito. Arianna retrocedió. Paolo se quedó inmóvil. Luego sonrió. —Pero yo no haría eso. Yo te cuido, ¿verdad? Siempre lo he hecho. Esa noche, cuando él durmió, Arianna empacó una bolsa pequeña, cuando estaba por salir por la puerta, Paolo se despertó y la vio salir, fue detrás de ella tomándola del cabello con fuerza, haciendo que se entrada a casa, ella con el corazón al mil sus lágrimas se hicieron presentes su plan de escapar había sido descubierto por su novio, que enseguida una fuerte bofetada se hizo presente en la mejilla de Arianna el golpe tan repentino la hizo caer al suelo después de que el la soltara del cabello, no había escapatoria esa noche más bien había despertado la furia y el infierno en Paolo que enseguida se le tiró encima otra bofetada se hizo presente, dejando un hilillo de sangre a su paso. Arianna se encogió sobre el suelo de madera, sus dedos temblorosos buscaron apoyo mientras su mejilla ardía con un dolor agudo y el sabor metálico de la sangre se mezclaba con sus lágrimas. Paolo la observaba desde arriba, jadeando como una bestia que había probado el poder y quería más. —¿De verdad pensaste que podías dejarme? —escupió él, con una sonrisa torcida y la voz impregnada de veneno—. ¿Tú? ¿Una inútil como tú? No sabes ni cerrar una maldita puerta sin hacer ruido. Ella no respondió. Solo temblaba. Su pequeña bolsa había quedado tirado junto a la entrada, el cierre abierto, revelando unas pocas mudas de ropa y un peluche gastado de su infancia. Paolo lo pateó con desdén. —Mírate —continuó con una risa rota—. Tan patética que das pena. ¿A dónde ibas a ir, Arianna? ¿Quién te va a querer allá afuera? Eres un estorbo. Una carga. Ni tu madre te quiso, ¿te acuerdas? Ni ella pudo soportarte. Arianna apretó los dientes, ahogando un sollozo. Cada palabra era una herida más profunda que el golpe. Sabía que Paolo conocía sus puntos más frágiles y esa noche no tenía intención de perdonarle nada. —Pero yo sí te acepté —dijo él, bajando la voz mientras se agachaba a su lado, tomándola del mentón con fuerza—. Yo te salvé de la porquería de vida que tenías. Te di techo, comida… y tú me pagas huyendo como una perra asustada. Ella intentó apartarse, pero él la sujetó más fuerte. Su aliento olía a rabia y ego herido. —Mírame cuando te hablo —gruñó, sacudiéndola—. ¡Mírame! Los ojos de Arianna se encontraron con los de él. En los de ella, puro miedo. En los de Paolo, una oscuridad que no dejaba espacio para la redención. —Eres mía —susurró, con un tono que helaba la sangre—. ¿Lo entiendes? Mía. Y si alguna vez vuelves a intentar escaparte, no te voy a romper solo la cara. Te juro por Dios que te entierro viva, Arianna. Nadie va a venir a salvarte. Nadie sabe lo que pasa aquí. Nadie te va a escuchar. Ella tragó saliva. Su mejilla palpitaba, su labio sangraba, y su dignidad se escurría por el suelo como el hilo de sangre que caía de su boca. —Di que me perteneces —ordenó. Arianna no respondió. Paolo le dio otra bofetada, más seca, como una sentencia. —¡Dilo! Con voz rota, apenas un susurro, ella dijo: —Soy tuya... —Más fuerte —exigió. —Soy tuya —repitió ella, entre lágrimas. Paolo sonrió, satisfecho, y se levantó con calma, como si aquella escena no hubiera sido más que una rutina. —Así me gusta. Ahora ve y límpiate esa cara. Mañana tienes que preparar el desayuno temprano. Y más te vale que no te vea llorando, porque no tengo paciencia para tus dramas. Arianna quedó sola en el suelo, con el cuerpo temblando y el alma hecha jirones. Se llevó una mano al rostro, sintiendo el calor de la sangre mezclado con el frío de la desesperanza. Esa noche no había escapatoria. Esa noche, Arianna entendió que el verdadero infierno no tenía llamas... tenía nombre, rostro, y la abrazaba cada vez que caía el sol. Y en silencio, deseó no desperta. Mientras el silencio de la casa se volvía insoportablemente pesado, Arianna se arrastró hasta la esquina más oscura de la sala. Se abrazó las rodillas con fuerza, buscando contener el temblor de su cuerpo. El mundo le daba vueltas. La mejilla ardía, su labio partido seguía sangrando. Pero más que el dolor físico, era el vacío dentro de ella lo que dolía. "¿Qué hice mal para merecer esto?", pensó con un nudo en la garganta. Quiso llorar, gritar, romper algo. Pero ya ni eso le quedaba. Solo un hueco seco en el pecho y esa sensación de estar atrapada para siempre. "Mi vida es una m****a...", se repitió una y otra vez, como una oración maldita. "Nunca he sido suficiente para nadie. No lo fui para mi madre, que me dejó con una maleta y una excusa. No lo fui para mi padre, que ni se molestó en buscarme. Y ahora no lo soy para Paolo... ni para mí misma." Miró sus manos temblorosas, las uñas mordidas hasta sangrar, los moretones recientes y los que aún no sanaban. Su reflejo en el vidrio de la ventana era el de una desconocida: ojerosa, rota, irreconocible. "¿Cuándo me convertí en esto? ¿En una sombra, en una cosa que solo respira para no morirse?" Las lágrimas comenzaron a salir sin permiso. "Ya no tengo sueños. Ya no tengo futuro. Solo tengo miedo. Miedo de cada día, de cada noche, de cada mirada suya, de cada palabra que diga. Mi vida es un infierno... y ni siquiera sé si vale la pena seguir intentando escapar." Entonces, sin fuerzas, se dejó caer de lado, acurrucada como una niña olvidada. En su mente solo quedaba una certeza: "Si esta es mi vida... prefiero no tenerla.