La lluvia golpeaba con insistencia el vidrio de la ventana, como si el cielo supiera que Arianna estaba atrapada en otro infierno. Sentada en el suelo, abrazada a una manta raída, cerró los ojos y, por un instante, se permitió escapar a otro tiempo. A un lugar que ya no existía. Un lugar llamado antes.
Tenía nueve años y las paredes de su cuarto estaban cubiertas de dibujos torcidos y recortes de revistas. Su madre, Clara, solía entrar por las tardes con una sonrisa cansada pero cálida, y le revolvía el cabello mientras le preguntaba qué quería cenar. Nunca había mucho en la nevera, pero cuando Clara cocinaba arroz con huevo y le ponía queso derretido encima, Arianna lo sentía como un banquete de reina.
—Eres mi todo, mi niña bonita —le decía, mientras le cantaba una canción inventada, desafinada pero dulce—. No importa lo que pase, siempre estaré contigo.
Arianna creía en eso. Creía en su madre como quien cree en las estrellas: inalcanzables pero eternamente presentes. Soñaba con ser