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🦁EL RUGIDO DEL LEÓN 🦁

(Perspectiva de Greco Leone)

La noche estalló con una bala.

Greco no la escuchó venir. Sintió el zumbido en la oreja antes de ver cómo uno de los suyos, Carmine, se desplomaba contra el suelo húmedo del callejón. El caos explotó de inmediato. Gritos, fuego, acero. Los Serrano habían hecho su jugada.

—¡Atrás del contenedor! —gritó Dante, arrastrando a Greco por el abrigo.

Los disparos venían desde los tejados y desde la boca del callejón. Fue una emboscada limpia, rápida. Demasiado precisa. Tenían a alguien que hablaba. Greco lo supo en cuanto sintió la punzada de traición junto al olor del plomo quemado.

Tres de sus hombres cayeron antes de que lograran sacar las armas largas del maletero. Dante se cubrió mientras respondía con fuego. Greco, con los nudillos apretados sobre la culata de su Beretta, se asomó y disparó a un hombre en el tejado. El cuerpo se descolgó como una marioneta sin hilos.

—Nos están cerrando el paso. —La voz de Dante era pura furia.

—No vamos a huir.

—Entonces nos matan aquí.

Greco chasqueó la lengua. Su mente trabajaba como un ajedrecista: giros, rutas, aliados posibles. Si llegaban al callejón detrás del taller de Vito, tenían una salida directa al subterráneo. Pero debían correr bajo fuego.

—A la cuenta de tres.

—Estás loco.

—Soy Greco Leone.

Corrieron.

El sonido fue el de una sinfonía de violencia: casquillos rebotando, cristales rotos, alaridos. Greco disparaba sin mirar. Matteo cubría su espalda. Llegaron al portón metálico, lo rompieron a patadas. El interior del taller estaba oscuro, pero el camino era conocido.

Emergieron al otro lado del subterráneo con sangre en la ropa y dos cadáveres menos en el grupo.

El mensaje de los Serrano era claro.

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Horas después, en la guarida de la Via Tiziano, Dante arrojó un casco contra la pared.

—¡Alguien canta para ellos! Gonzalo o alguien cercano. Si no lo detenemos, te cazan como a un perro.

Greco se sentó frente al mapa de operaciones. Había un punto rojo en la zona industrial, donde sabían que los Serrano se escondían con los napolitanos. Un punto rojo. Y una necesidad urgente de sangre.

—Quiero que Gonzalo desaparezca. Mañana. Sin ruido. Pero deja que piense que sigue entre nosotros. Mientras tanto, prepara un contraataque. Quiero fuego en los almacenes del sur. Si nos tocan, los reducimos a cenizas.

Dante asintió, la quijada dura.

Pero Greco sabía que lo que venía no sería suficiente. Esto no era solo una guerra. Era una declaración. Y pronto, alguien inocente podría pagar el precio.

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Tres días después, el funeral de Carmine fue discreto. Apenas una decena de hombres, sin armas visibles. La lluvia caía como si el cielo llorará por ellos. Greco no habló. Solo observó la tumba cerrarse, y luego se marchó en silencio.

Al llegar a la villa de su abuela en Como, la brisa del lago casi le pareció una burla. El silencio allí era distinto. No era de muerte, sino de historia. De herencia.

Donna Vittoria Leone lo esperaba en la terraza, vestida de negro, con un rosario entre los dedos.

—Mi Greco —dijo, sin mirarlo directamente—. Vienes oliendo a humo y tristeza.

—Es el mundo en el que me críe.

—No, es el mundo que elegiste mantener. ¡Tu padre al menos sabía amar!

Greco se tensó.

—No he venido por lecciones, nonna.

—Pues vas a llevarte una, quieras o no. ¡Ya es tiempo de que tengas un hijo! Una esposa. Alguien que te mire con ojos limpios, antes de que la muerte te abrace como a todos los Leones.

—No tengo tiempo para eso.

—¡Hazlo! —exclamó ella, golpeando la mesa con el rosario—. O tu legado se muere contigo. Ya hay bastante sangre en nuestra historia. No quiero que termine así. Encuentra a alguien.

Greco pensó en Arianna.

Su silueta danzando en el estudio. Sus ojos cargados de fuego y miedo. Su voz temblorosa. Era frágil, pero no débil y cada vez que la recordaba, el pecho le dolía de una forma que no conocía.

—Tal vez ya la encontré —confesó en voz baja.

Donna Vittoria lo miró, por primera vez, con algo parecido a esperanza.

—Entonces no la pierdas. Ni por orgullo, ni por esta guerra.

---

Esa noche, la villa dormía. Greco, sin embargo, caminaba entre los cítricos del jardín como un león enjaulado. El estruendo del ataque de los Serrano seguía en sus oídos. El eco de las palabras de su abuela lo zarandeaba por dentro. Una guerra afuera. Un conflicto dentro y una mujer en medio. Encendiendo un cigarro, Greco se juró algo que no había dicho en voz alta desde la muerte de su padre:

—No perderé lo que me queda de alma. No por ellos. No esta vez.

Pero sabía que las decisiones vendrían pronto. Y con ellas, más sangre

(HORAS MÁS TARDE ESA MISMA NOCHE)

La lluvia caía sobre Nápoles como si el cielo intentara apagar el incendio que se había desatado en las calles. Greco observaba desde la ventana del almacén abandonado en los márgenes del puerto, mientras Matteo desplegaba sobre la mesa un plano con marcas rojas, azules y negras. La guerra con los Serrano ya no era una amenaza: era una realidad. Cada noche era un nuevo ataque, una respuesta más agresiva, un territorio que se encendía.

—Tuvimos una baja en Forcella —dijo Dante—. Uno de los nuestros. Riccardo. Le metieron una bala en el cuello. Estaba solo.

Greco apretó la mandíbula. Recordaba a Riccardo, un muchacho joven, apenas entrado en la organización. Se ofrecía para todo. Valiente, pero impaciente.

—No debería haber estado solo —dijo, con tono grave.

Dante lo miró de reojo.

—No deberíamos estar en guerra. No ahora. Pero aquí estamos, porque alguien les quemó dos almacenes en una semana. ¿Y tú sabes quién dio esa orden?

Greco giró lentamente la cabeza hacia él.

—Yo la di.

—Lo sé. Pero eso no significa que fue inteligente. No cuando la policía está metida hasta los dientes. No cuando tu nombre empieza a sonar en los lugares donde antes solo se susurraba. ¿O te olvidaste de lo que dijo Donna Vittoria?

Greco no respondió pero sus dedos se cerraron sobre el encendedor de plata que llevaba siempre encima. Un regalo de su padre un símbolo de fuego de poder, de muerte.

—Estamos acorralados —dijo Dante más bajo—. Y tú estás distraído. ¿Esa chica... sigue en tu cabeza?

Greco no contestó pero Dante lo supo lo veía en sus gestos en las miradas perdidas. En cómo protegía algo que aún no entendía del todo.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—No lo sabe —respondió Greco, finalmente—. Ni lo sabrá. Ella cree que soy un desconocido.

—¿Y lo vas a mantener así mientras le llueven amenazas por estar cerca de ti?

Greco caminó hacia la pared, golpeándola con el puño. El eco resonó en el almacén vacío. Su sombra parecía más grande bajo la luz tenue.

—No la voy a usar como carnada no la voy a meter en esto pero si esos bastardos la tocan juro que los aniquiló...

—...será un motivo más para que los Serrano nos destruyan —terminó Dante

Un silencio denso llenó el espacio. Luego, el rugido lejano de una explosión rompió la calma. Una onda sísmica leve hizo vibrar el suelo bajo sus pies Dante corrió a la ventana.

—¡Santa Madonna! ¡Fue en Montesanto! ¡Uno de nuestros bares!

Greco no esperó. Tomó la chaqueta, su pistola y salió. La noche lo devoró como un lobo hambriento.

---

El bar estaba en llamas la fachada desfigurada vidrios rotos, gente corriendo, sirenas en la distancia. Y el humo como una serpiente negra arrastrándose por los callejones.

Greco llegó entre el caos Dante detrás. Varios hombres de su grupo ya intentaban apagar el fuego desde adentro uno salió arrastrando a otro, herido, con sangre en la pierna.

—¿Cuántos? —gritó Greco.

—¡Tres heridos! ¡Ningún muerto por ahora! ¡Fueron los Serrano, dejaron su símbolo en la pared!

Greco entró al bar, cubriéndose la boca. El calor le golpeó la piel como una bofetada. El suelo crujía. Reconocía cada rincón, cada mesa. Allí se habían sellado pactos. Se habían jurado venganzas. Y ahora... solo ruinas.

Salió de nuevo, empapado en sudor y ceniza.

—Quiero una reunión con los jefes esta misma noche —dijo Dante—. Vamos a dejar de jugar a la defensiva. Si la sangre corre, que corra por los dos lados.

—Greco...

—¡Hazlo!

Dante obedeció. Pero su rostro decía lo que no se atrevía a decir en voz alta: esto no era una guerra. Era una caída.

---

Esa noche, en una casa protegida en la colina, Greco se reunió con sus hombres. Alrededor de la mesa estaban los leales. Los antiguos. Los jóvenes impetuosos. Todos miraban a su líder con una mezcla de respeto y miedo.

—Los Serrano han cruzado la línea. Quemaron nuestro bar más antiguo. Herido a nuestros hombres. No podemos seguir esperando a ver qué harán mañana. Esta noche... atacamos.

Uno de los más viejos, don Silvano, levantó la voz.

—¿Y la policía? ¿Y los acuerdos? ¿Te olvidas de que aún hay reglas, Greco?

—Las reglas murieron cuando pusieron una bomba. Quieren guerra. Van a tenerla.

Dante bajó la mirada sabía que no podía detenerlo. Solo acompañarlo hasta el borde del abismo.

—Esta noche —continuó Greco—, vamos a los depósitos de San Giovanni los rodeamos quemamos todo. Pero no matamos a nadie que no sea una amenaza directa. No quiero víctimas civiles no quiero niños no somos bestias. Somos Leone.

Hubo un murmullo de aprobación. El nombre aún pesaba. Aún significaba algo.

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La operación comenzó a las 3:00 a.m. Cinco autos sin placas rutas calculadas. armamento limitado pero letal Dante iba en el asiento del copiloto, repasando los puntos de entrada. Greco conducía. Su mirada era fuego líquido. Al llegar, todo ocurrió en minutos. Explosivos colocados. Guardias neutralizados. Alarmas falsas en comisarías para desviar patrullas. Fuego, gritos, sombras, el humo era más espeso que la noche. Greco caminaba entre los contenedores incendiados como un fantasma. Recordó las palabras de su abuela. “Un día deberás dejar algo más que cenizas.” Pero todo lo que tocaba ahora... ardía.

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De regreso, antes de amanecer, Dante rompió el silencio:

—¿Qué vas a hacer si te piden cuentas? Si Donna Vittoria se entera...

Greco no lo dejó terminar.

—Lo sabe siempre lo sabe y aún así no me detiene.

—Pero te puso una condición una sola tener una esposa, un hijo, un legado. ¿Y qué tienes ahora? Una bailarina asustada que ni siquiera sabe tu nombre.

Greco clavó la mirada en la carretera.

—Tal vez eso sea lo que la salve de mí.

Dante lo miró largo rato. Luego, bajó la vista.

El coche siguió avanzando hacia el amanecer hacia la siguiente batalla hacia la próxima pérdida y detrás de ellos, las cenizas seguían cayendo como nieve negra sobre una ciudad sin redención.

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