Sofía
Despertarse sin miedo es una forma de libertad que pocos saben apreciar… hasta que la han perdido.
Durante semanas, abrí los ojos sin tener que calcular estrategias, sin pensar en contratos, ni en si Alexander iba a aparecer con su mirada afilada y su lengua letal. No más juegos mentales. No más promesas rotas envueltas en palabras exquisitas.
Y sin embargo…
La paz también puede doler. Porque cuando te acostumbras a vivir con el corazón acelerado, el silencio te golpea como un eco de lo que ya no tienes.
Pero me obligué a levantarme. Cada maldito día.
Me mudé a la casa de Irina, lejos del lujo, cerca de la tierra. Las paredes eran de madera y olían a historia. A verdad. Me inscribí en el programa de voluntariado de la fundación que siempre quise crear, una para mujeres como yo. Mujeres que sabían demasiado y aún así callaban. Mujeres que amaban fuerte, pero habían aprendido a soltar.
Me dediqué a diseñar, a soñar, a mancharme las manos de pintura y de propósito. Porque el dolor necesita cauces, y yo había encontrado el mío.
Y todo iba bien.
Bueno, casi bien.
Excepto por las noches.
Excepto por ese vacío justo detrás del esternón.
Excepto por la forma en que el nombre de Alexander se colaba en mis pensamientos en los momentos más estúpidos. Cuando doblaba las sábanas. Cuando probaba el café. Cuando alguien usaba su perfume en la calle y yo… yo giraba la cabeza como una idiota, deseando que fuera él.
Estúpido corazón traidor.
Hasta que un día… lo vi.
Fue un sábado.
Estábamos montando la primera exposición de arte en la plaza del pueblo. Una pequeña muestra de cuadros pintados por mujeres que habían salido del infierno y ahora pintaban su cielo. Mi cielo. Nuestro nuevo comienzo.
Yo llevaba jeans rotos, una camisa blanca con manchas de acrílico y el cabello atado en una trenza floja. Me sentía plena. Fuerte. Sucia, sí. Pero viva.
Y entonces, entre las personas que paseaban, lo vi.
Pero no como lo recordaba.
No en traje, no con ese aire de dios en la tierra que caminaba como si el mundo le debiera reverencias. No.
Lo vi con una camiseta gris, gastada, jeans oscuros, y zapatillas comunes. Sin escolta. Sin reloj de lujo. Sin armadura. Solo él.
Solo el hombre.
Mi primer impulso fue correr. O gritar. O lanzarle una de las macetas con lavandas que decoraban el puesto de artesanía.
Pero me quedé quieta.
Porque algo en mí supo que ese hombre que venía caminando hacia mí no era el mismo que me había roto.
Se detuvo a un metro.
Como si respetara la línea invisible que dividía mi cordura de mi deseo.
—Hola —dijo, con voz baja, casi temerosa.
Y algo dentro de mí se quebró y se reconstruyó al mismo tiempo.
—¿Qué haces aquí, Alexander?
—No vine a convencerte —respondió.
Su mirada me sostuvo. No con fuerza, sino con vulnerabilidad. Como si temiera que yo me esfumara si parpadeaba.
—Entonces, ¿por qué viniste?
—Vine a que me veas por primera vez sin escudos.
Y ahí fue cuando entendí que el mundo puede detenerse con una frase.
Porque lo vi.
Lo vi.
Sin la sombra del poder. Sin los muros de arrogancia. Sin el humo de su imperio envolviéndolo.
Y juro que el suelo se volvió mar bajo mis pies.
—Estoy construyendo algo —dije, como una confesión, mientras él miraba los cuadros en exhibición—. Algo que no depende de ti. Ni de nosotros. Solo de mí.
—Y me enorgullece —susurró.
Casi me echo a reír.
—¿Desde cuándo tú te enorgulleces de algo que no puedes controlar?
—Desde que aprendí que amar no es tener… es ver florecer.
Dios.
¿Qué se supone que hace una mujer con eso?
Me crucé de brazos. No por frialdad. Por defensa. Porque si no me abrazaba yo… iba a dejar que él lo hiciera. Y no estaba lista para eso. Aún no.
—No sé si puedo volver a confiar en ti.
—Lo sé. No vengo a pedir que lo hagas.
—¿Entonces?
—Solo quiero estar cerca. Verte. Escucharte hablar de tus proyectos. Saber que respiras mejor sin mí… o que, tal vez, en algún punto, quieras respirar conmigo otra vez.
Sus palabras no eran dulces. No eran seductoras. No eran estrategias.
Eran reales.
Y por eso… dolían más.
Caminamos entre los puestos. Me hablaba de un taller de literatura que pensaba financiar en su nombre. En nombre de su madre, en realidad. Me contó que había vendido una parte de sus acciones. Que estaba viviendo en una cabaña en la montaña. Que Luc ahora se encargaba de todo.
Que ya no se despertaba con la sensación de controlarlo todo, sino con el miedo de no tener nada.
—Pero al menos duermo tranquilo —dijo.
—¿Y eso es suficiente?
—No. Pero es un comienzo.
Nos detuvimos frente a una escultura de hierro forjado. Dos figuras entrelazadas, torcidas, oxidadas… pero unidas.
—Me recuerdan a nosotros —murmuró.
—¿Porque somos disfuncionales y duros?
—No. Porque a pesar de todo, seguimos de pie.
Y entonces… lloré.
No por él.
Por mí.
Por la mujer que fui. Por la que estoy aprendiendo a ser. Por las noches sin aire. Por los días sin nombre. Por todo lo que creí perdido… y que de alguna forma, inexplicable, sigue aquí.
Alexander no intentó tocarme. No se movió. Solo me miró como si fuera arte. Como si fuera luz. Como si yo, rota, fuera aún su salvación.
Y quizás, solo quizás… él era un poco la mía.
Pero aún no lo dije.
Aún no lo supe con certeza.
Lo único que supe fue esto:
Algo dentro de mí acababa de cambiar.