Alexander
Hay un momento en la vida de todo hombre en el que entiende, con brutal claridad, que no puede tenerlo todo. Y ese momento me golpeó con la fuerza de una maldita tormenta cuando cerré la puerta de su apartamento vacío y sentí… nada.
Silencio.
Ausencia.
Despedida.
El tipo de silencio que se pega a la piel. Que te susurra que, por más dinero, poder o imperios que tengas a tus pies, hay una guerra que nunca ganarás si no estás dispuesto a arrodillarte.
—Cancela la reunión con los de Tokio —ordené, sin mirar a Luc, que me seguía como una sombra detrás del escritorio.
—Es una fusión de mil millones de euros, Alexander.
—Que se fusionen con el infierno si quieren. Yo ya no estoy.
Lo vi fruncir el ceño. Nunca me cuestionaba. Pero esto no era solo una grieta en mi agenda. Esto era el colapso. La implosión de todo el castillo de cartas que había construido para esconder mi humanidad.
Abrí el cajón superior de mi escritorio. Extraje el sobre con los documentos que había preparado la semana anterior. Firmé sin temblar. No porque no doliera, sino porque ya no tenía sentido fingir fuerza.
—Estoy delegando todo —dije con voz firme. —Tú quedas como presidente interino. El resto del consejo ya fue notificado.
—¿Estás renunciando?
—Estoy eligiendo.
Luc me estudió con una mezcla de respeto y algo que tal vez, solo tal vez, era tristeza.
—¿Y qué vas a hacer, Alex?
Lo miré. No como su jefe. No como el rey del tablero. Lo miré como un hombre que ha vivido con las manos cerradas demasiado tiempo y que por fin entendió que el amor no entra si no las abres.
—Voy a recuperar lo único que no puedo comprar.
Sofía.
La encontré en una casa antigua, en las colinas. Irina me abrió la puerta con la misma mirada cortante que siempre me dedicó, como si pudiera ver cada pecado grabado en mi piel.
—¿Vienes a arrastrarte?
—No. Vengo a entregarme —dije, sin pestañear.
—Bien. Porque arrastrarte no habría sido suficiente.
Me hizo pasar. El lugar olía a jazmín y a libro viejo. Nada como mi penthouse esterilizado. Sofía no estaba, pero eso me dio tiempo. Tiempo para enfrentar a alguien más.
Lucien.
Porque por supuesto, él me esperaría. Como los fantasmas. Siempre al acecho.
—¿Te parece prudente aparecer aquí justo cuando todo está por colapsar? —pregunté, apoyado contra el marco de la puerta, mientras lo veía de pie, como si tuviera derecho a respirar en su mundo.
—Te estás rindiendo, hermano. Solo vine a ver cómo se ve eso —sonrió con su arrogancia habitual.
—No te equivoques —repliqué con calma peligrosa—. No me estoy rindiendo ante ti. Me estoy rindiendo ante ella.
Lucien entrecerró los ojos, como si intentara leerme de verdad por primera vez.
—Entonces vas a perder —dijo.
—No. Esta es la única forma de ganar.
No hubo más que decir. Me giré y me fui. Porque Lucien no entendería jamás que a veces la rendición es el mayor acto de valentía. Especialmente cuando tu alma está en juego.
No la esperé en la sala. Subí las escaleras como un ladrón. Como un loco. Como un hombre desesperado por oler su perfume aunque fuera una última vez.
Y cuando la puerta se abrió… ahí estaba.
En bata de lino, el cabello suelto, los ojos hinchados de quien ha llorado demasiado… y aún así, más hermosa que todo lo que he poseído en mi vida.
—¿Qué haces aquí? —preguntó, sin moverse.
—Vengo a entregarte todo lo que me queda.
Sus labios temblaron. No dijo nada. Caminé hacia ella, pero dejé un metro de distancia. Porque esta vez, no la tocaría sin permiso.
—Renuncié a Volkov Industries.
Un parpadeo lento.
—¿Qué?
—Ya no soy CEO. Luc se queda al mando hasta que decida vender o disolver. No me importa.
Sofía retrocedió un paso. Como si mis palabras fueran demasiado grandes, demasiado irreales.
—¿Por qué?
—Porque el poder sin ti no significa nada. Porque si tengo que ser menos para estar a tu altura, entonces que arda el maldito imperio. Porque… ya no quiero seguir ganando batallas para perderte a ti.
El silencio que siguió fue como una marea. Nos ahogó a ambos.
—¿Y ahora qué? —preguntó ella. Su voz rota. Su orgullo todavía allí, tan hermoso, tan herido.
—Ahora espero.
El aire se volvió denso. Nos miramos. Largo. Crudo. Sin máscaras.
Y entonces dio un paso hacia mí.
Pero no fue un abrazo.
Fue un suspiro.
Un roce de sus dedos sobre los míos, como si tocara algo sagrado.
Y eso fue más que suficiente.