Sofía
Hay algo profundamente humillante en regresar con las maletas a cuestas a la casa de tu madrina como si fueras una adolescente corriendo de casa después de una discusión con mamá.
—¿Te peleaste con el CEO griego? —pregunta Irina, con esa mezcla de sarcasmo y cariño que siempre ha sido su marca personal.
—Ruso —corregí sin pensar, hundiéndome en el sofá de su sala como si fuera un campo de batalla donde por fin podía bajar el escudo. —Y sí. Me peleé con él. Me mentía en la cara y yo… yo ya no puedo más.
Ella me lanza una mirada de esas que incomodan porque no juzgan, pero tampoco te dejan esconderte. Irina fue bailarina de ballet, se retiró joven, y se convirtió en la única figura femenina en mi vida que no se dejó pisotear por un hombre. Tenía la elegancia de un cisne y el carácter de una tormenta eléctrica.
—¿Vino otra mujer a tu cama? —preguntó con voz neutra.
—No —respondí, y me dolió más de lo que esperaba admitirlo. —Pero había otra cosa. Algo oscuro. Algo que ocultaba como si yo fuera una flor de cristal que no pudiera soportarlo.
—Entonces te subestimó.
Asentí, mirando mis manos, las uñas perfectas que me había hecho días antes pensando en una cena especial que ahora no tendría lugar.
—No quiero un hombre perfecto —murmuré, más para mí que para ella. —Quiero un hombre que me mire a los ojos y me diga: "Estoy asustado. Estoy perdido. No sé qué hacer." No un actor con traje que me dice que todo está bien mientras el mundo se quema a sus espaldas.
Irina se sentó junto a mí, cruzando sus piernas con gracia.
—Entonces pregúntate algo, Sofía. ¿Él no puede darte eso… o tú no se lo permites?
Me quedé en silencio.
Porque la verdad me incomodaba.
Alexander es muchas cosas. Dominante. Frío a veces. Sobreprotector casi siempre. Pero también ha sido mi refugio, mi locura y mi deseo más visceral. Tal vez… tal vez yo también me volví adicta al juego de empujar y jalar. Tal vez me gustaba que me persiguiera, que me deseara hasta los huesos… y cuando no lo hacía como yo esperaba, me sentía invisible.
—Yo solo quiero respirar sin sentir que él está decidiendo si ese aire me conviene —dije por fin.
—Y estás en tu derecho. Pero no confundas el deseo de independencia con el miedo a la intimidad. A veces, proteger también es una forma de amor… solo que mal expresada.
Suena el timbre. Irina se levanta. Yo me quedo quieta, no espero a nadie. Pero entonces vuelve con un sobre en la mano. Lo sostiene como si fuera una granada que podría explotar en cualquier segundo.
—Es para ti. De él.
Mi corazón se acelera, estúpido traidor.
—¿Una carta? ¿Quién escribe cartas en 2025?
—Alguien que ya no sabe qué más hacer —responde Irina, dejando el sobre sobre mi regazo y saliendo sin más, como la dama que sabe cuándo retirarse del escenario.
Miro el sobre. Papel blanco marfil, sin remitente. Mi nombre escrito con esa caligrafía masculina, firme. La que vi tantas veces en contratos, notas, post-its pegados en la nevera.
Respiro. Rompo el sello.
Y leo.
Sofía,
No sé por dónde empezar sin que suene a excusa, y tú ya estás harta de ellas. Así que lo diré sin anestesia:
Tengo miedo.
De perderte.
De decepcionarte.
De que veas lo que soy realmente… y salgas corriendo.
Lucien es parte de un pasado que intenté enterrar. No por cobardía. Por instinto. Porque tú eres luz y él… él es todo lo que me recuerda a la oscuridad de la que salí.
Sí, te mentí. Por protegerte. Por creer que si no lo nombraba, él no podría alcanzarnos.
Pero te subestimé.
Y, peor aún, traicioné lo que más admiro de ti: tu fuerza. Tu claridad. Tu capacidad de enfrentar lo que sea sin pestañear.
Tú no necesitas que te salven. Y yo no quiero seguir siendo tu carcelero disfrazado de amante.
Te amo.
De una forma que me aterra.
Y si eso significa soltar el control, dejar de jugar al hombre de acero… lo haré.
Pero necesito que me digas si aún estoy a tiempo.
Porque si ya no lo estoy…
Si ya decidiste que este capítulo termina aquí…
Lo aceptaré.
Y te amaré en silencio el resto de mi vida.
Alexander
Doblé la carta con manos temblorosas. No lloré. No me deshice en una escena dramática de telenovela. Pero algo dentro de mí… se quebró. No en mil pedazos, sino justo por la mitad. Porque esa era la verdad: lo amaba. A pesar de todo. A pesar de mí misma.
Pero amar no es suficiente.
Me levanté. Caminé hacia la ventana del cuarto de huéspedes. Afuera, el cielo estaba nublado, como si el universo también dudara si llover o no.
Una parte de mí quería correr a sus brazos. Sentir sus manos en mi cintura, su voz ronca diciéndome que esta vez todo sería distinto.
Y otra… quería cerrar la puerta, echar llave y tirar la maldita carta al fuego.
Porque yo también tenía miedo.
Y esta vez, el abismo no era él. Era lo que había entre nosotros.