28

Sofía

El aire en la habitación está cargado de una tensión que ni el aire acondicionado puede disipar.

Alexander me observa como si fuera una obra de arte preciosa, como si la fragilidad fuera lo que definiera cada rincón de mi ser. Pero yo no soy eso. No soy su puta muñeca de porcelana que se puede admirar, pero nunca tocar demasiado fuerte, nunca romper.

Y lo peor es que lo sabe. Y lo hace de todos modos.

Mis manos se apretan sobre la mesa de su oficina, la misma donde me he sentado tantas veces con una sonrisa falsa mientras él dictaba sus reglas. Hoy ya no quiero sonreír. No quiero ceder.

—Sofía, no quiero que salgas. Es peligroso. —La voz de Alexander es firme, como siempre, pero hay algo más en ella hoy. Hay preocupación. Y, aunque debería apreciarlo, solo me irrita. ¿Qué le pasa?

—¿No quiero que salga? —repito, casi sin creerlo. Mi risa es amarga, una mezcla de incredulidad y rabia—. ¿Crees que soy una niña? ¿Una especie de princesa encerrada en su torre? Porque eso es lo que estoy empezando a sentir.

No me está dejando vivir mi vida. Está tomando cada uno de mis movimientos, cada una de mis decisiones, como si fuera suya. Y yo… no puedo seguir así.

—No es eso. Sabes que quiero lo mejor para ti —dice, acercándose lentamente hacia mí, como si esperara que me calmara. Pero lo que está logrando es exactamente lo contrario.

—¿Lo mejor para mí? —murmuro, mirando sus ojos grises con más rabia que nunca—. Alexander, ¿de verdad crees que lo mejor para mí es encerrarme? Porque eso es lo que estás haciendo. Me estás ahogando. No soy tu maldita muñeca de porcelana.

Él se detiene. Sus cejas se fruncen, pero no dice nada, como si esperara que me calmara. Lo que no entiende es que, entre más me detiene, más fuerte me rompo.

—No te estoy encerrando —responde con la voz más suave, como si estuviera tratando de controlarme, de suavizar lo que acaba de decirme. Pero yo no quiero suavidad. Necesito fuego. Necesito que me escuche, que me vea. Que vea lo que me está haciendo.

—Sí lo haces —digo, ahora caminando hacia él, enfrentándolo—. Cada vez que intentas tomar control de mis decisiones, cada vez que decides por mí, me estás encerrando en una jaula invisible. Y eso no es amor. No lo es.

Él cierra los ojos, respirando hondo. Se cruza de brazos, y por un momento, me recuerda a ese hombre de negocios imparable que tiene el mundo bajo su dedo. Pero ya no quiero ese Alexander. No quiero al hombre que ve a todo el mundo como algo que puede controlar. Quiero al hombre que me mira como si me necesitara, no como si yo fuera su propiedad.

—¿Qué esperas que haga? —pregunta finalmente, su voz tan baja que apenas la escucho. Se acerca más, pero esta vez, en lugar de huir, me quedo ahí, plantada frente a él, desafiante.

—Que confíes en mí —respondo, mi voz quebrada—. Que no me veas como un objeto que puedes mover a tu antojo, como un accesorio que hace que tu vida sea más… ordenada. Porque no soy eso, Alexander. Yo también tengo una vida, ¿sabes?

Mi corazón late con fuerza, mi respiración se hace más errática. He tocado algo dentro de él. Puedo ver cómo su expresión cambia, cómo su enojo se mezcla con algo más. Quizás culpa. O miedo. O ambos. Pero lo que no quiero es su lástima. No quiero ser su carga. Quiero ser su elección. No una obligación.

—Sofía… —su voz se quiebra, y veo cómo la rabia se apaga de su rostro, dejándole un rastro de vulnerabilidad que no esperaba—. No quiero perderte. Pero no puedo soportar que te pase algo. No después de todo lo que he perdido.

Las palabras caen pesadas entre nosotros, llenas de un dolor que no sabía que aún existía. Es como si todo el aire fuera absorbido por su confesión, y el espacio entre nosotros se colmara de algo tan intenso que ni siquiera puedo describir.

—No me encierres —susurro, la ira de repente transformándose en algo más profundo. Algo que me consume—. No quiero vivir así, Alexander. No quiero que mi vida dependa de ti, no quiero estar siempre bajo tu control. No después de todo lo que hemos compartido. Ámame, pero no me limites.

La tensión en la habitación crece a cada palabra que digo, y, de repente, todo lo que había estado guardando dentro de mí explota. Mis manos se levantan, y antes de que pueda pensar, lo empujo con fuerza contra la pared.

Él no se resiste, no se aleja. Sus ojos me miran intensamente, como si estuviera buscando la razón por la cual sigo allí, por qué no me voy. Pero en su mirada también hay algo más. Hay un deseo tan profundo que no puedo evitarlo.

—¿Eso es lo que quieres, Sofía? —me pregunta, su voz gruesa, peligrosa, mientras me empuja con suavidad hacia la pared. El contacto de su cuerpo contra el mío me hace perder el aliento, y la chispa entre nosotros arde como nunca antes.

—No —respondo, pero mis labios se encuentran con los suyos antes de que pueda decir más. La rabia y el deseo se mezclan en un solo beso ardiente, desbordante, como si ambos estuviéramos peleando y entregándonos al mismo tiempo. Es salvaje. Es intenso. Y me lleva al borde de un abismo que no quiero evitar.

Mi respiración se acelera, mis manos recorren su pecho, deslizándose por su camisa, como si quisiera arrancársela, marcarlo, hacerlo mío. Él responde de la misma manera, su cuerpo contra el mío como una fuerza imparable.

Cada movimiento es un desafío. Cada suspiro, una rendición. No hay control aquí, solo el ardor de lo que estamos compartiendo, de lo que estamos construyendo en medio de esta tormenta.

Finalmente, cuando el mundo parece desvanecerse, me aparta un poco, pero sólo para susurrarme cerca del oído.

—No me encierres —digo, con voz temblorosa, mientras lo miro a los ojos—. Ámame. Pero no me limites.

Y en ese momento, lo supe. No estábamos sólo peleando. Estábamos buscando una manera de ser libres, juntos. Sin jaulas. Sin miedo.

Solo nosotros.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP