Sofía
El aire en la habitación está cargado de una tensión que ni el aire acondicionado puede disipar.
Alexander me observa como si fuera una obra de arte preciosa, como si la fragilidad fuera lo que definiera cada rincón de mi ser. Pero yo no soy eso. No soy su puta muñeca de porcelana que se puede admirar, pero nunca tocar demasiado fuerte, nunca romper.
Y lo peor es que lo sabe. Y lo hace de todos modos.
Mis manos se apretan sobre la mesa de su oficina, la misma donde me he sentado tantas veces con una sonrisa falsa mientras él dictaba sus reglas. Hoy ya no quiero sonreír. No quiero ceder.
—Sofía, no quiero que salgas. Es peligroso. —La voz de Alexander es firme, como siempre, pero hay algo más en ella hoy. Hay preocupación. Y, aunque debería apreciarlo, solo me irrita. ¿Qué le pasa?
—¿No quiero que salga? —repito, casi sin creerlo. Mi risa es amarga, una mezcla de incredulidad y rabia—. ¿Crees que soy una niña? ¿Una especie de princesa encerrada en su torre? Porque eso es lo que