Sofía
Hay miradas que no se olvidan.
Ese fue el primer indicio de que el mundo de Alexander no era un juego de empresas.
Me había preparado para sonrisas hipócritas, mujeres celosas, murmullos en rincones y whisky barato escondido en botellas caras. No para amenazas envueltas en palabras corteses.
Y, aun así, ahí estaba. A su lado.
—Estás callada —susurró Alexander mientras caminábamos hacia el fondo del salón, donde se reunían los verdaderos jugadores—. ¿Todo bien?
Mentirle era una opción. Pero mentirle a él era como intentar cubrir una herida abierta con un pétalo de rosa.
—Estoy observando —dije, sin mirarlo—. Aquí la gente no habla. Calcula.
Él soltó una pequeña risa. No divertida. Más bien resignada.
—Bienvenida a mi mundo, Sofía.
Sus dedos rozaron los míos con discreción. Ese contacto mínimo, casi imperceptible, fue lo único real en un ambiente que olía a engaño.
Y entonces lo vi.
A él.
Un hombre de cabello gris, espalda ancha y sonrisa tan perfecta que daba náuseas.
Se acercó como un general que sabe que domina el terreno.
—Alexander —dijo el hombre, con voz gruesa y arrastrada—. No esperaba encontrarte tan bien… acompañado.
Sus ojos recorrieron mi cuerpo sin vergüenza. Ni siquiera con deseo. Con estrategia. Como si yo fuera un eslabón débil en una cadena que él quería romper.
—Sofía —respondió Alexander—, te presento a Marcello Ferraro.
Estreché su mano, fría como el mármol de una tumba.
—Un placer —mentí.
—El placer es mío —contestó él, sonriendo como un tiburón—. Aunque debo decir… es arriesgado traer belleza a este tipo de reuniones. A veces… lo bello distrae. O peor, estorba.
Alexander no respondió. Solo apretó la mandíbula. Yo, en cambio, mantuve la sonrisa.
—Quizá lo que estorba es lo que teme ser reemplazado —dije.
Ferraro soltó una risa baja, oscura.
—Tiene carácter —comentó, mirando a Alexander—. Eso puede ser una ventaja… o una bomba. Y tú ya tienes demasiadas bombas a punto de estallar, ¿no crees?
Silencio.
Pero sus palabras se quedaron suspendidas en el aire, como una amenaza que no necesita gritar para ser letal.
—¿Quién es exactamente ese tipo? —pregunté, una vez que quedamos solos.
Alexander me miró de reojo.
—Alguien que no quiero que vuelva a hablarte así.
—No fue lo que me dijo. Fue cómo lo dijo. Como si… supiera algo. Como si tú estuvieras… en deuda.
Alexander me tomó del brazo con suavidad, pero firmeza.
—Vamos a casa.
—No. No hasta que me digas qué carajo está pasando.
Sus ojos brillaron con una sombra que no había visto antes. No rabia. No molestia. Algo más primitivo. Instinto. Protección.
—Sofía —advirtió—. No aquí.
—Entonces ¿dónde? ¿Cuándo? ¿Después de que alguno de esos tipos me use para enviarte un mensaje? ¿Después de que alguien que te odia decida lastimarme porque soy “una bomba” en tu vida?
Él se detuvo. Cerró los ojos. Respiró hondo.
—No es fácil explicarlo —dijo—. Porque no es legal. Ni limpio. Pero es necesario.
—¿Qué?
—Lo que hago. Lo que soy. Lo que construí.
Lo miré. No con juicio. Con miedo.
—¿Estás metido en algo ilegal?
—Estoy metido en todo lo que me permitió llegar aquí y mantenerme —respondió, sin parpadear—. Y sí. Hay cosas que no se pueden contar en una oficina con ventanas de cristal.
—¿Y yo qué soy en todo eso? —pregunté. No su secretaria. No su amante. No su trofeo.
—Eres lo único que no puedo permitir que toquen.
Su respuesta me atravesó.
—¿Por qué no me dijiste antes?
—Porque quería protegerte de este lado mío. Porque sabía que, si dabas un paso más… ya no habría vuelta atrás.
—Alexander… —mi voz tembló—. ¿Has matado?
Un silencio.
No respondió.
Lo miré. La sala seguía llena de risas falsas. De hombres que se creían dioses.
Pero no me moví.
Ni un paso atrás.
—Quiero saber todo. Y si me vas a tener a tu lado, será con la verdad.
Alexander se acercó, sus ojos como acero fundido. Su voz fue baja, casi un susurro de sentencia.
—No puedes volver atrás, Sofía. No después de esto.
Y, aun así, no me fui.
Porque el sabor del peligro… ya me había hecho adicta.