Sofía
Hay un momento exacto en el que sabes que estás jodida. No por miedo. Ni siquiera por orgullo. Sino porque tu corazón se rindió mucho antes de que tu mente pudiera encontrar la salida de emergencia.
Ese momento llegó para mí esta mañana.
Desperté entre sus brazos, con el pecho pegado a su piel caliente y su respiración lenta acariciándome la nuca. Alexander. Misterio con mandíbula afilada. Humo con manos de fuego.
Y yo, tan estúpidamente atrapada.
¿Esto era solo atracción?
No.
No después de ver la oscuridad en sus ojos anoche.
No después de escucharlo hablar de ella. De su pasado.
De su culpa.
Hay algo en cómo se quebró en silencio que hizo que todo dentro de mí gritara por protegerlo. Por quedarme. Por decirle que no importa cuán roto esté… quiero ser yo quien recoja los pedazos.
Maldita sea.
Me moví despacio para no despertarlo, pero su brazo me rodeó la cintura como si su subconsciente se negara a soltarme.
—¿A dónde vas? —murmuró, aún medio dormido, con la voz rasposa que me hace temblar más que el primer café de la mañana.
—A hacerme la idea de que me estoy enamorando de un hombre que no cree en finales felices —respondí sin pensar.
Sus ojos se abrieron. Oscuros. Penetrantes. Pero no dijo nada.
Y yo tampoco.
Porque el silencio a veces es más honesto que las palabras.
Desayunamos en la terraza. Él en su camisa negra, con el primer botón abierto y las mangas remangadas, y yo envuelta en su abrigo porque el viento tenía la osadía de ser frío y sucio.
El cielo estaba cubierto, grisáceo. La clase de cielo que promete lluvia pero no se atreve a cumplir.
Como nosotros, pensé.
—¿Tienes algo que hacer hoy? —preguntó, sirviéndose café. Su tono era casual. Pero sus ojos no. Sus ojos tenían esa tensión suave de quien está a punto de pisar un campo minado.
—Sí —dije—. Pensar.
Alzó una ceja, divertido. El muy cabrón.
—¿Y eso es parte de tu itinerario oficial?
—Solo cuando estoy considerando quedarme.
No lo dije suave. No lo dije como quien lanza un anzuelo para pescar reacciones. Lo dije como lo sentía: directo. Crudo. Real.
Alexander se quedó en silencio. Su mano en la taza. Sus ojos en los míos.
Y ahí estaba. Esa batalla silenciosa entre lo que quiere y lo que cree que no puede tener.
—¿Quedarte? —repitió, con la voz cargada de algo que no supe definir. ¿Esperanza? ¿Miedo? ¿Ambos?
Asentí.
—No sé cómo hacer esto, Sofía.
Me reí, amarga.
—Bienvenido al club. Yo tampoco. Solo sé que no puedo seguir fingiendo que esto no es nada. Porque sí es algo. Y está creciendo. Nos guste o no.
El silencio cayó de nuevo. Y no era incómodo. Era denso. Necesario. Como el aire antes de una tormenta.
—Si te quedas —dijo, finalmente—, no será fácil.
—Nunca lo ha sido contigo —respondí con una sonrisa ladeada—. No vine por facilidad. Vine por ti.
Alexander me miró como si acabara de decir algo que no podía procesar del todo. Como si no creyera que alguien pudiera quererlo sin condiciones.
—Tengo reglas —añadió.
—Dime.
—No mentiras. No juegos. Y si estás dentro, estás dentro. No medio. No a ratos. Esto… —se pasó una mano por el cabello—. Esto que tengo contigo, no lo quiero a medias.
Mi corazón se contrajo. Porque eso, viniendo de él, era lo más parecido a una declaración que podía darme.
Un:
te quiero, pero no sé cómo.
Un:
tengo miedo, pero no te vayas.
—Y tú —le dije, bajando la voz—, ¿me prometes no cerrarte cada vez que el pasado te muerda los talones?
—Lo intento.
—No. Prométemelo.
Él me sostuvo la mirada. Y vi la lucha. El dolor. La resistencia. Pero también vi algo más.
Un paso hacia mí.
—Te lo prometo.
Ese “te lo prometo” me caló más hondo que cualquier “te amo” disfrazado. Porque con Alexander, cada palabra pesa como una confesión. Y porque nunca ha prometido nada que no esté dispuesto a cumplir.
Me acerqué. Apoyé la mano en su mejilla áspera, sentí la tensión en su mandíbula y lo obligué a mirarme.
—Quiero quedarme —susurré.
Él cerró los ojos por un segundo, como si mis palabras fueran demasiado para procesar. Como si no creyera que alguien pudiera decir eso sin esperar algo a cambio.
—Bajo mis condiciones —repitió, abriendo los ojos.
—Bajo las nuestras —corregí.
Sus labios se curvaron, apenas.
—Eres insoportable cuando te pones así.
—Y tú eres adictivo cuando bajas la guardia.
Y lo besé. Porque hablar estaba bien, pero a veces la piel entiende cosas que la mente aún no procesa.
Su boca en la mía fue una rendición y una declaración.
Fue la promesa muda de que no huiría si las cosas se ponían feas.
Nos besamos con la urgencia de los que aún no saben si mañana dolerá.
Y quizá sí.
Quizá dolerá.
Pero también puede ser maravilloso.
Liberador.
Real.
Lo miré a los ojos después, aún con las manos en su cuello.
—¿Esto es real para ti?
—Más de lo que debería —respondió.
Y ahí supe que ya no había marcha atrás.
Estábamos dentro.
Sin garantías.
Sin salvavidas.
Solo él.
Solo yo.
Y todo lo que podíamos ser si dejábamos de escondernos.
—Entonces, Alexander… enséñame cómo quedarme.