24

Alexander

El infierno tiene su propio idioma. Y lo peor es que lo hablo con fluidez cuando estoy dormido.

Me despierto empapado en sudor, con el pecho ardiendo y la boca seca como el desierto. Otra maldita pesadilla. Otro maldito recuerdo.

Me siento en la cama con los codos apoyados en las rodillas y las manos en la nuca. Respiro, como si pudiera sacar el veneno de mi pecho a través de los pulmones. Pero sigue ahí. Incrustado. Podrido. Vivo.

La habitación está en penumbras, iluminada por la débil luz de la ciudad que se cuela por las ventanas abiertas. Sofía duerme a mi lado, su respiración suave, ajena a mi tormenta interna. Tiene una pierna extendida sobre las sábanas, el cabello revuelto como si lo hubiera peleado en sueños. Es hermosa incluso cuando duerme. Especialmente cuando duerme.

Y yo… yo soy un maldito monstruo por tenerla aquí. Por no dejarla ir.

Me levanto despacio, en silencio, como si el suelo pudiera delatar mis pasos. Camino hasta la cocina, abro el armario y saco el whisky. Las agujas del reloj marcan las tres de la madrugada. Es ridículo beber a esta hora. Pero más ridículo es intentar dormir.

Sirvo un trago, lo bebo de un golpe, y el ardor baja por mi garganta como una maldición que ya conozco. Me apoyo contra la encimera y cierro los ojos. Su rostro viene a mí de inmediato. No el de Sofía. El otro. El del pasado.

Clara.

Su nombre todavía arde como fuego bajo la piel.

Ella también tenía una risa que me desarmaba. También se colaba en mis silencios. Y también pensé que podía protegerla. Que bastaba con ser fuerte. Con ser inteligente. Con anticiparme a los movimientos de los demás.

Pero no bastó.

Confié. Me abrí. Bajé la guardia.

Y la perdí.

De la forma más sucia.

—¿Alexander?

La voz de Sofía me sobresalta. Me doy vuelta y la veo parada en el marco de la puerta, apenas cubierta por una de mis camisas, con los ojos entrecerrados y los pies descalzos.

—¿Estás bien? —pregunta, con esa voz rasposa que tiene cuando se despierta.

Quiero mentirle. Decirle que no pasa nada. Que tenía sed. Que el whisky me llamó desde la alacena como una ex novia insistente.

Pero hay algo en su mirada que me desarma. Algo que me exige otra cosa. Algo que me dice: deja de correr, idiota.

—Pesadillas —murmuro al fin.

Ella asiente, sin juzgarme. Se acerca y se sienta en una de las sillas de la cocina, con las piernas cruzadas y el cabello cayendo por un hombro.

—¿Quieres hablar de eso?

Y ahí está el problema. Quiero y no quiero. Necesito y no puedo. Pero ella se merece algo. Una parte, aunque sea.

La verdad… maquillada. Suavizada.

Pero verdad al fin.

Sirvo otro trago y me siento frente a ella. Nuestras miradas se encuentran. Me pierdo un momento en sus ojos. Son más valientes que los míos.

—Hace años… —empiezo—. Confié en alguien. Creí que podía manejarlo todo. Que mi mundo no era tan peligroso. Que podía tener a alguien a mi lado sin destruirla.

Ella no dice nada. Solo me escucha. Me escucha de verdad.

—Pero me equivoqué. Ella... murió. Por mi culpa.

Sofía frunce ligeramente el ceño. No hay horror en su rostro. Solo una tristeza contenida.

—¿Era tu novia?

—Sí —respondo sin rodeos. No hay sentido en disfrazarlo. —No fue solo un error de juicio. Fue una cadena de errores. Confié en la persona equivocada. Bajé la guardia. Y cuando me di cuenta, era tarde.

La imagen vuelve a golpearme. El auto en llamas. El olor a gasolina. El sonido del metal retorcido.

Y su voz… su voz gritando mi nombre.

Sofía estira una mano por la mesa y la apoya sobre la mía. Es cálida. Real. Anclándome al presente.

—No soy ella —dice, suave. —No me trates como si lo fuera.

Cierro los ojos. Su frase me atraviesa. Me quiebra de una forma distinta. Porque tiene razón.

La he estado castigando por los pecados de otra.

He mantenido la distancia. Le he ocultado verdades. Le he puesto límites invisibles, solo para no volver a perder el control.

Pero Sofía no es Clara.

Ella no se rompe.

Ella me enfrenta.

Ella me ve.

—Lo sé —digo con voz áspera—. Pero me asusta.

—¿El qué? —pregunta, sin soltar mi mano.

—Sentir todo esto otra vez. Confiar otra vez. Perder otra vez.

Hay un silencio pesado. Ella se levanta de la silla y se acerca. Rodea la mesa y se sienta sobre mis piernas sin pedir permiso. Me rodea el cuello con los brazos, y apoya la frente contra la mía.

—Entonces no me pierdas —susurra—. Pero tampoco me escondas.

No merezco su dulzura. Ni su fe. Pero aquí está. En mi regazo. Con el corazón abierto. Con la piel temblando.

Sus labios rozan los míos. Apenas. Un roce. Una promesa.

Y entonces, como si me leyera la mente, añade:

—No quiero ser tu secreto. Quiero ser tu elección.

La frase se me clava hondo.

No sé si puedo dárselo todo. Pero sé que no quiero perderla.

No otra vez.

No a ella.

La abrazo fuerte. La beso lento. Y aunque el pasado sigue ahí, rugiendo en algún rincón, por primera vez en mucho tiempo siento que tengo el poder de silenciarlo.

Al menos por esta noche.

Por ella.

Por lo que soy con ella.

Y sin ella.

—Y sin ti… no soy nada.

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