26

Alexander

Hay decisiones que parecen pequeñas desde fuera. Un gesto. Una palabra. Una simple invitación.

Pero algunas decisiones… lo cambian todo.

Hoy, por primera vez, la llevé conmigo.

Sofía.

Mi tormenta de labios filosos y mirada de acero templado.

La mujer que, sin pedir permiso, está desmantelando mis muros desde adentro.

—¿Estás seguro de esto? —me preguntó mientras se ajustaba el vestido frente al espejo, esa tela negra que abrazaba sus curvas como si hubiese sido diseñada para ser pecado.

—No —respondí sin rodeos—. Pero igual quiero que vengas.

Ella me miró por el espejo.

Ojos brillantes. Firmes. Un poco temblorosos, como quien sabe que está a punto de entrar en terreno hostil.

—¿Y a qué vamos exactamente?

—A una reunión de inversores. Pura fachada. Caras bonitas. Humo de habanos y egos inflados. Pero estarán todos los que importan. Todos los que tienen algo que perder… o ganar.

Ella asintió.

Ni una queja.

Ni una pizca de miedo.

Jodidamente valiente.

Cuando bajamos del coche frente al salón, los flashes comenzaron. Como si olieran el escándalo. Como si supieran que algo estaba a punto de romperse.

Yo, traje negro. Clásico. Impecable. El escudo de mi guerra.

Ella, diosa de negro, labios rojos y postura de reina. No necesitaba presentación. Solo caminar a mi lado para que todos entendieran que la había elegido.

Y eso fue suficiente para encender la mecha.

Los saludos fueron corteses. Hipócritas. Sonrisas plásticas y manos frías.

La vieja escuela nunca se equivoca: los que más sonríen, son los primeros en apuñalar.

—¿Y esta belleza? —preguntó Graham, un tiburón con traje de diseñador y alma de buitre—. ¿La nueva asistente?

—La mujer que me acompaña esta noche —corregí, sonriendo sin mostrar los dientes. El tipo entendió el mensaje y se tragó su sarcasmo como un whisky barato.

Sofía se movía con elegancia. No forzada. Natural. Como si ese mundo también le perteneciera.

Pero lo vi.

Vi las miradas.

Las cuchillas disfrazadas de admiración.

Las lenguas afiladas murmurando tras copas de champán.

Y la peor de todas… la mirada de ella.

Camila.

La primera y última vez que la vi, estaba desnuda en mi cama y en mi pasado. Una mujer elegante, calculadora, con la habilidad de sonreír mientras destruía todo lo que tocaba.

Se acercó como una pantera. Su vestido rojo parecía gritar en un idioma que solo las serpientes entienden.

—Alexander —dijo, su voz untada de miel envenenada—. Qué sorpresa verte con… compañía.

Sofía alzó una ceja. No sonrió. No parpadeó. Se quedó ahí, perfecta en su postura, lista para el impacto.

—Camila —respondí con sequedad—. Siempre un placer.

Ella ignoró mi tono y giró su atención a Sofía, como quien estudia una grieta en un diamante.

—No recuerdo haberte visto antes. ¿Eres modelo? ¿O simplemente estás aquí para decorar su brazo esta noche?

Silencio.

Tenso. Cortante.

Vi el momento exacto en el que Sofía decidió no tragarse la provocación. Vi su postura cambiar, su mirada endurecerse como hielo fino a punto de romper.

—Y yo no recuerdo haberte escuchado hablar sin escupir veneno —respondió, dulce como un cuchillo bien afilado—. ¿Siempre es así o solo cuando sientes que tu terreno ya no te pertenece?

Camila parpadeó, sorprendida. No estaba acostumbrada a que la enfrentaran. Mucho menos con estilo.

—No quería ofender —dijo, fingiendo inocencia.

—Tranquila —Sofía sonrió, pero sus ojos eran puro fuego—. A veces uno dice lo que es, pensando que habla de los demás.

Graham casi se atraganta con el whisky. Algunos miraron. Otros fingieron que no. Pero el mensaje había sido lanzado, y el campo de batalla estaba claro.

Camila se inclinó hacia mí, demasiado cerca. Sus labios apenas rozaron mi oído cuando susurró:

—Pensé que preferías a las que sabían su lugar.

La empujé sutilmente hacia atrás. No físicamente. Pero con una mirada que decía más que cualquier golpe.

—Y yo pensaba que tú sabías cuándo irte —le dije con voz baja, pero con filo.

Camila se alejó, herida en su orgullo más que en su vanidad.

Me giré hacia Sofía.

Ella me miraba, expectante.

Y no por celos. No por inseguridad.

Por algo mucho más peligroso: necesitaba saber si yo estaría de su lado, aún frente a mi pasado.

Me acerqué un paso.

Dos.

Hasta que nuestras respiraciones se cruzaron y el murmullo del salón se desdibujó como humo.

—Quiero que quede claro algo —dije en voz firme, sin gritar. Solo lo suficiente para que todos los que importaban escucharan—. Ella es mía.

Vi las reacciones.

Algunos se tensaron.

Otros fingieron indiferencia.

Pero Sofía…

Ella se quedó inmóvil, como si mis palabras fueran un terremoto en su pecho.

Sus ojos se abrieron, sorprendidos. No por lo que dije. Sino porque lo dije aquí. Ahora. Frente a todos.

Y no era una declaración romántica.

Era una advertencia.

Una posición tomada.

Una guerra ganada sin disparar una bala.

Sofía bajó la vista un segundo. Luego me sostuvo la mirada.

—Y tú mío —dijo en voz baja, sin vergüenza, sin titubeos.

Y ahí lo supe.

Acabábamos de reescribir las reglas del juego.

No más máscaras.

No más medias verdades.

Y si esto era un juego de poder…

ella y yo ya éramos el poder.

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