16

Alexander

Hay reglas.

Y luego está Sofía.

Mis reglas no son muchas, pero son de hierro. Inquebrantables. He vivido por ellas, las he pulido con disciplina quirúrgica, y me han convertido en el hombre que todos temen y respetan. No mezclar lo personal con lo profesional. No involucrarse emocionalmente. No permitir debilidades.

Y sin embargo, hoy he hecho una reserva para dos en un restaurante italiano fuera de la oficina.

Con ella.

Porque después de anoche, después de ese maldito y perfecto momento en el que casi la beso, en el que casi me dejé ir… algo cambió. O mejor dicho, algo se rompió. Algo que ya no estoy seguro de querer reparar.

—¿Almorzar? —pregunta ella, alzando una ceja con una sonrisa que juega entre la sorpresa y la ironía—. ¿Fuera? ¿Con gente? ¿Tú?

Estoy de pie junto a su escritorio, con las manos en los bolsillos y el nudo de la corbata más flojo de lo que me permito en horario laboral. No me gusta parecer relajado. Me gusta tener el control. Pero con Sofía... el control es una ilusión, y yo soy adicto al riesgo.

—Considera que es una reunión informal —respondo, sin inmutarme.

Ella entrecierra los ojos, como si intentara descifrar mis verdaderas intenciones. Spoiler: ni yo las tengo claras.

—¿Hay comida? —pregunta.

—Mucha.

—¿Y vino?

—Solo si no planeas volver a redactar contratos esta tarde.

Sofía se pone de pie. Sus tacones hacen un sonido suave y elegante sobre el mármol. El vestido negro que lleva puesto se ciñe a su figura como una promesa no hecha. Y cuando recoge su bolso y pasa a mi lado, siento que algo se reacomoda en mi interior. Algo que no tiene nombre… pero sí consecuencias.

—Está bien, Blackwood —dice, sin mirarme—. Almorcemos.

El restaurante está en la parte alta de la ciudad, con ventanales que dan a una vista de Nueva York que incluso yo, que la he visto desde las mejores torres de Manhattan, encuentro majestuosa hoy.

Nos sentamos en una mesa discreta, alejada del centro. El camarero nos reconoce y no hace preguntas. Me gusta eso. Me gusta aún más cuando noto que Sofía observa cada detalle con una mezcla de curiosidad y admiración.

—Nunca pensé que te gustara este tipo de lugares —dice, hojeando el menú sin necesidad real. Sé que ya sabe lo que quiere.

—¿Qué tipo de lugares?

—Los que tienen manteles blancos y jazz de fondo. Juraba que vivías a base de cafés negros y reuniones de Zoom.

—¿Te decepciona?

Ella me lanza una mirada afilada, divertida.

—Sorprende. Pero no decepciona.

Y eso, dicho con su voz suave, con esa sonrisa contenida que le aparece cuando está jugando conmigo, hace más por mí que cualquier cumplido explícito.

Pedimos pasta, vino —porque sí, al demonio el contrato que no se firme esta tarde— y pan artesanal. Y entonces pasa algo extraño. Algo simple.

Reímos.

De verdad.

Sofía cuenta una historia sobre su primera entrevista de trabajo, en la que confundió al CEO con el recepcionista. Yo le respondo con una anécdota sobre mi niñera rusa que me enseñó a maldecir en cinco idiomas antes de los diez años.

Y nos reímos. Juntos. Como si el mundo no estuviera lleno de tensiones, contratos, secretos, ni pasados que nos persiguen como sombras. Como si solo existiéramos ella y yo.

Y por un momento, así es.

—No sabía que supieras reír —dice de pronto, observándome.

Alzo una ceja.

—¿Y cómo crees que sobrevivo a las juntas con el consejo directivo?

—Pensé que los eliminabas uno por uno con tu mirada láser.

—Esa técnica la reservo para ti.

Ella ríe, y esa risa me desarma más que cualquier amenaza.

Es entonces cuando sucede.

No lo pienso. No planeo. No calculo.

Solo... extiendo la mano.

Y la tomo.

Así, sin permiso. Sin justificación.

Su piel está cálida, suave, y sus dedos se tensan un segundo antes de rendirse. No se aparta. No dice nada.

Me mira. Me mira de verdad. Como si acabara de traspasar un muro que ninguno de los dos sabía que estaba esperando ser cruzado.

No la suelto.

Y ella tampoco.

Mi pulgar se desliza por el dorso de su mano en un movimiento lento, íntimo, silencioso.

El restaurante desaparece. La ciudad. Las reglas. Todo se reduce a ese punto de contacto, a esa rendición muda que compartimos sin decirlo en voz alta.

—Alexander —murmura.

—No digas nada.

Porque si habla, tal vez rompa el hechizo. Tal vez me recuerde que esto no debería estar pasando. Que esto es un error. Que yo soy un error.

Pero ella se calla.

Y eso… eso es peor. O mejor. No lo sé.

Solo sé que algo se ha roto en mí.

Definitivamente.

Ya no estoy mirando a mi asistente. Ni siquiera a la mujer brillante que desafía mis órdenes con una sonrisa.

Estoy mirando a la única persona que ha logrado atravesar la armadura.

Y no sé cómo detenerla.

No quiero.

Cuando nos levantamos, aún con los platos a medio terminar, ella no dice nada sobre lo que acaba de pasar.

Pero al salir, al pasar junto a mí en la puerta, deja que mi mano vuelva a encontrar la suya. Solo por un segundo.

Y ese segundo basta para sellar lo que ninguno de los dos se atreve a admitir aún.

Porque mi código ha sido roto.

Mis reglas están hechas trizas.

Y Sofía ya me está conquistando.

Sin declararlo.

Sin exigirme nada.

Solo existiendo.

Maldita sea.

Estoy perdido.

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