Sofía
Alexander Blackwood me está mirando como si acabara de darme cuenta de que tengo una bomba en el bolso. No una bomba literal, claro, pero sí algo igual de peligroso: yo misma.
Y no es solo que me mire distinto. Es que se siente distinto.
Hace dos días en la cena benéfica, me sacó del salón con una intensidad que todavía me hace hervir la piel. Me confesó algo que partió en dos mi idea de quién era. Su pasado. Su dolor. Y después de eso… no huyó. No retrocedió. No hizo lo que hace siempre que me acerco demasiado.
Desde entonces, algo en él se ha quebrado. O tal vez se ha rendido.
Hoy me ha ofrecido café. Eso solo ya es una señal del apocalipsis. Me lo entregó en silencio, como quien comete un acto subversivo, y cuando nuestras manos se rozaron, supe que iba a terminar loca si esto seguía.
Porque ese hombre, con su traje perfectamente entallado, sus relojes obscenamente caros y su boca que debería estar penada por la ley, ha empezado a derrumbar sus propios muros.
Y yo estoy justo frente a ellos, con la curiosidad de quien sabe que si da un paso más, ya no hay regreso.
La oficina está casi vacía. Son las 9:47 p.m. y la mayoría del personal se fue hace una hora. Me quedé porque tengo que preparar unos informes de última hora para una fusión en Latinoamérica que ha dado más dolores de cabeza que mi primera resaca.
La única luz encendida, además de la de mi escritorio, es la del despacho de Alexander. La puerta está entreabierta.
No es raro que él trabaje hasta tarde. Lo raro es que lo haga sin encerrarse como un ermitaño. Y que no haya bajado las persianas, como suele hacer cuando no quiere que lo molesten.
No debería mirar.
Pero miro.
Lo veo inclinado sobre un montón de papeles, concentrado. Se frota la nuca, se pasa la mano por el pelo, se lleva la punta del bolígrafo a los labios. Y juro por todo lo sagrado que necesito distraerme ya, porque si no lo hago, voy a terminar archivando mi dignidad bajo la categoría de pérdida total.
Me obligo a volver al informe. Tecleo. Bostezo. Me estiro.
Y entonces escucho su voz.
—¿Sigues aquí?
Alzo la cabeza. Alexander está en la puerta de mi oficina. No en su despacho. Aquí. Conmigo.
Y su mirada… su mirada es un lento incendio.
—La fusión de Saldivar no va a firmarse sola —respondo, quitando importancia, aunque mis rodillas acaban de declararse en huelga.
Él asiente, cruza los brazos, se apoya en el marco. Esa postura. Esa maldita manera de estar presente sin hacer nada y aún así dominar el aire como si fuera suyo.
—¿Quieres algo de beber? Pedí algo arriba hace un rato. Whisky para mí. Agua para ti —añade, con una media sonrisa torcida.
—¿Y cómo sabes que no quiero whisky?
—Porque eres inteligente y no bebes cuando tienes que redactar cláusulas legales con precisión quirúrgica.
Me río, pese a mí misma. Maldito arrogante adorable.
—Solo si me compartes un vaso. Aunque sea un sorbo.
—Un sorbo puede cambiarlo todo —dice, despacio, sin moverse.
No sé si está hablando del whisky o de esto. De lo que se cuece en el silencio entre nosotros. De este calor que crece a paso lento pero seguro.
—Entonces que lo cambie —susurro.
Alexander entra. Cierra la puerta. No con violencia. Con esa calma calculada que tiene cuando está a punto de hacer algo importante. Lleva dos vasos. Me ofrece uno. Nos sentamos frente a frente, el escritorio entre nosotros. Brindamos sin hablar.
Y durante minutos, el silencio es cómodo. Tenso. A punto de estallar.
Él se inclina hacia mi pantalla, señalando algo en el documento.
—Esa redacción es demasiado ambigua. Podrían interpretarla en contra si quisieran salirse de la cláusula penal.
—¿Tienes otra sugerencia?
—Sí —dice, y se levanta, rodea el escritorio y se pone a mi lado—. Dame el teclado.
Pero en lugar de tomarlo directamente, su mano roza la mía. No es un roce accidental.
O tal vez sí. Pero ninguno de los dos se aparta.
Su piel quema.
Mi respiración se interrumpe.
Sus dedos se posan sobre los míos, inmóviles, como si estuviéramos atrapados en un momento suspendido en el tiempo.
Él me mira.
Yo también lo hago.
Y no hay palabras. Solo la electricidad cargada, brutal y deliciosa que llena el espacio entre nosotros.
Sus ojos bajan a mi boca. Mis labios se separan, apenas. Solo lo suficiente para que el aire se vuelva denso.
Y entonces sucede: sus dedos se entrelazan con los míos.
No es sexual. Ni explícito. Es peor. Es íntimo. Devastador. Desarma más que un beso.
El tipo de contacto que te arranca el suelo.
Y sé que va a besarme.
Lo sé.
Lo quiero.
Dios, lo quiero.
Pero justo cuando se inclina, a centímetros, a medio suspiro de distancia, se detiene. Su frente casi roza la mía. Nuestros alientos se mezclan.
Y su voz me atraviesa.
—No es el momento. Aún no.
Me quedo congelada. Abierta. Vulnerable. Con el corazón latiéndome en los labios.
No se disculpa.
No se aleja del todo.
Solo… se detiene. Y me mira como si acabara de firmar su sentencia.
Entonces se incorpora, lentamente, con la mirada aún clavada en la mía.
—Buenas noches, Sofía.
Y sale.
Así, sin más.
Y yo me quedo sola.
Pero por primera vez, no me siento rechazada.
Me siento… esperada.
Como si el huracán ya estuviera en camino.
Y lo único que podamos hacer sea prepararnos para el impacto.