Sofía
Alexander Blackwood me está mirando como si acabara de darme cuenta de que tengo una bomba en el bolso. No una bomba literal, claro, pero sí algo igual de peligroso: yo misma.
Y no es solo que me mire distinto. Es que se siente distinto.
Hace dos días en la cena benéfica, me sacó del salón con una intensidad que todavía me hace hervir la piel. Me confesó algo que partió en dos mi idea de quién era. Su pasado. Su dolor. Y después de eso… no huyó. No retrocedió. No hizo lo que hace siempre que me acerco demasiado.
Desde entonces, algo en él se ha quebrado. O tal vez se ha rendido.
Hoy me ha ofrecido café. Eso solo ya es una señal del apocalipsis. Me lo entregó en silencio, como quien comete un acto subversivo, y cuando nuestras manos se rozaron, supe que iba a terminar loca si esto seguía.
Porque ese hombre, con su traje perfectamente entallado, sus relojes obscenamente caros y su boca que debería estar penada por la ley, ha empezado a derrumbar sus propios muros.
Y yo estoy justo