17

Sofía

Hay latidos que no se escuchan, pero se sienten como una explosión justo debajo de la piel.

Como el de esta mañana.

O más bien… como el del mensaje que apareció en mi bandeja de entrada a las 7:46 AM, justo cuando me estaba poniendo los tacones y sonriendo como una idiota por lo de ayer con Alexander.

“No es quien dice ser.”

Eso decía. Sin firma. Sin asunto. Solo esa frase.

Y lo peor es que no era spam. Ni publicidad. Ni error.

Era para mí.

Me quedé ahí, con el teléfono en la mano y el corazón intentando decidir si latía más rápido por la alerta del mensaje… o por la mirada de Alexander en el restaurante de anoche.

Esa en la que me sostuvo la mano como si estuviera aferrándose a un ancla.

Como si yo fuera el ancla.

Y ahora… ahora esto.

No respondí el mensaje, obviamente. Tampoco lo borré.

Lo leí cuatro veces. Tal vez cinco.

Cada vez que lo hacía, el eco de esa advertencia me dejaba una grieta más.

No es quien dice ser.

Y lo que me destruye por dentro es que…

Tal vez, muy en el fondo, siempre lo supe.

El ascensor sube demasiado lento. Mis dedos no pueden evitar repasar cada gesto de él desde que llegué. El modo en que me miró esta mañana, como si aún sintiera mi piel bajo la suya. Como si cada palabra que no dijimos ayer siguiera flotando entre nosotros.

Y sin embargo, ahora hay una capa nueva. Invisible. Peligrosa.

Duda.

Estoy siendo estúpida, ¿no?

¿Quién se deja sacudir por un mensaje anónimo?

Alguien que ya tiene miedo.

Alguien que ya sospechaba que ese hombre perfecto, ese CEO controlado y casi inhumano… guarda demonios detrás de los ojos.

Y yo soy idiota.

Porque quiero conocerlos todos.

—¿Todo bien? —me pregunta él cuando paso frente a su oficina.

Puedo fingir. Sonrisa neutral. Voz estable.

—Perfectamente —respondo.

Mentira número uno del día.

A media mañana, mientras repaso por cuarta vez un contrato que ya está listo para firmar, abro una nueva pestaña en mi laptop.

No tengo plan. Ni excusa. Solo ese cosquilleo en la nuca, ese que me susurra que hay algo escondido en las sombras de su apellido.

G****e.

"Alexander Blackwood pasado."

Nada que no se sepa. Biografías oficiales. Artículos de Forbes. Fotos en galas donde parece más estatua que hombre.

Sigo bajando. Rebuscando.

Y ahí está.

Una nota vieja. Pequeña. De hace seis años.

Titulada: Tragedia en la alta sociedad: el accidente que sacudió a los Blackwood.

Mi estómago se hunde.

Abro el enlace con el corazón haciendo un tamborileo irregular en el pecho.

“El joven empresario Alexander Blackwood se encontraba comprometido con la artista plástica Helena Raines. El compromiso fue cancelado tras la trágica muerte de la joven en un accidente automovilístico ocurrido a las afueras de Connecticut. Según los informes, ella conducía sola. La familia no ha querido dar declaraciones. Blackwood ha permanecido alejado de los medios desde entonces.”

Mi boca se seca.

Y de pronto, todo encaja de una forma oscura y triste.

La forma en que evita las emociones.

La forma en que se cierra apenas intento tocar algo más allá del trabajo.

Ese silencio en su mirada cuando sonríe, como si detrás del gesto hubiese una habitación cerrada a cal y canto.

Helena.

¿Quién eras para él?

¿Qué le hiciste sentir que aún lo tiene roto?

El anillo. Me acuerdo. Una vez lo vi. En su escritorio. No parecía suyo, no lo llevaba puesto. Estaba en una caja pequeña. Y cerrada.

No lo pensé dos veces ese día.

Ahora lo entiendo todo.

Y me duele.

Me duele porque algo en mí quiere consolarlo, protegerlo… pero no tengo derecho. No soy nadie aún. Solo soy la mujer a la que no puede dejar de mirar, pero a la que tampoco se atreve a tocar más allá de lo permitido.

Me duele porque, sin querer, ya me importa demasiado.

—¿Estás segura de que todo está bien?

Lo repite. Por tercera vez en el día.

Y esta vez lo dice con voz baja, profunda, cargada de esa preocupación que Alexander Blackwood no suele mostrar por nadie.

Asiento, sin mirarlo demasiado.

—Solo estoy algo distraída. Tal vez no dormí bien.

Mentira número dos.

O tres.

He perdido la cuenta.

—Sofía…

Oh no. No me digas mi nombre así. No con esa voz. No con ese tono de hombre que ya me conoce más de lo que debería.

Quiero contárselo.

Quiero preguntarle.

Quiero que me diga la verdad sin tener que pedírsela.

Pero su rostro es una muralla. Una belleza dura. Perfecta. Dolorosa.

Y entonces él se acerca.

Demasiado.

Coloca una mano sobre el respaldo de mi silla mientras su cuerpo queda a unos centímetros del mío. Puedo olerlo. Ese aroma que me enreda, que me abriga, que me tienta.

Su otra mano queda suspendida en el aire, como si dudara si tocarme o no.

—Si algo te preocupa —murmura—. Puedes decirme.

Mi garganta se cierra.

Claro que puedo.

Pero si lo hago, cruzamos una línea que no tiene vuelta atrás.

Así que me quedo callada.

Y él se aleja lentamente. No sin antes rozar mi mejilla con la yema de sus dedos. Un roce que apenas sucede, pero quema como fuego.

Me mira una última vez antes de volver a su oficina.

Y se va.

Yo me quedo. Con el pecho lleno de palabras no dichas.

Con un nombre nuevo repicando en mi cabeza: Helena.

Con una historia que aún no sé si quiero conocer del todo.

Pero ahora lo entiendo.

No es que no sienta.

Es que ha amado antes.

Y ese amor murió… con ella.

Ahora me toca decidir si espero a que abra su corazón…

O si rompo la cerradura.

Una cosa es segura:

Alexander no es quien dice ser.

Pero yo tampoco soy la misma mujer que entró a esta empresa.

Y si él está roto…

Tal vez yo también estoy empezando a romperme.

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