Sofía
Hay latidos que no se escuchan, pero se sienten como una explosión justo debajo de la piel.
O más bien… como el del mensaje que apareció en mi bandeja de entrada a las 7:46 AM, justo cuando me estaba poniendo los tacones y sonriendo como una idiota por lo de ayer con Alexander.
“No es quien dice ser.”
Y lo peor es que no era spam. Ni publicidad. Ni error.
Me quedé ahí, con el teléfono en la mano y el corazón intentando decidir si latía más rápido por la alerta del mensaje… o por la mirada de Alexander en el restaurante de anoche.
Y ahora… ahora esto.
No respondí el mensaje, obviamente. Tampoco lo borré.
No es quien dice ser.
Y lo que me destruye por dentro es que…
El ascensor sube demasiado lento. Mis dedos no pueden evitar repasar cada gesto de él desde que llegué. El modo en que me miró esta mañana, como si aún sintiera mi piel bajo la suya. Como si cada palabra que no dijimos ayer siguiera flotando entre nosotros.
Y sin embargo, ahora hay una capa nueva. Invisible. Peligrosa.
Estoy siendo estúpida, ¿no?
Alguien que ya tiene miedo.
Y yo soy idiota.
—¿Todo bien? —me pregunta él cuando paso frente a su oficina.
Puedo fingir. Sonrisa neutral. Voz estable.
—Perfectamente —respondo.
Mentira número uno del día.
A media mañana, mientras repaso por cuarta vez un contrato que ya está listo para firmar, abro una nueva pestaña en mi laptop.
No tengo plan. Ni excusa. Solo ese cosquilleo en la nuca, ese que me susurra que hay algo escondido en las sombras de su apellido.
G****e.
Una nota vieja. Pequeña. De hace seis años.
Mi estómago se hunde.
Abro el enlace con el corazón haciendo un tamborileo irregular en el pecho.
“El joven empresario Alexander Blackwood se encontraba comprometido con la artista plástica Helena Raines. El compromiso fue cancelado tras la trágica muerte de la joven en un accidente automovilístico ocurrido a las afueras de Connecticut. Según los informes, ella conducía sola. La familia no ha querido dar declaraciones. Blackwood ha permanecido alejado de los medios desde entonces.”
Mi boca se seca.
La forma en que evita las emociones.
Helena.
¿Quién eras para él?
El anillo. Me acuerdo. Una vez lo vi. En su escritorio. No parecía suyo, no lo llevaba puesto. Estaba en una caja pequeña. Y cerrada.
No lo pensé dos veces ese día.
Ahora lo entiendo todo.
Y me duele.
Me duele porque algo en mí quiere consolarlo, protegerlo… pero no tengo derecho. No soy nadie aún. Solo soy la mujer a la que no puede dejar de mirar, pero a la que tampoco se atreve a tocar más allá de lo permitido.
Me duele porque, sin querer, ya me importa demasiado.
—¿Estás segura de que todo está bien?
Lo repite. Por tercera vez en el día.
Y esta vez lo dice con voz baja, profunda, cargada de esa preocupación que Alexander Blackwood no suele mostrar por nadie.
Asiento, sin mirarlo demasiado.
—Solo estoy algo distraída. Tal vez no dormí bien.
Mentira número dos.
—Sofía…
Oh no. No me digas mi nombre así. No con esa voz. No con ese tono de hombre que ya me conoce más de lo que debería.
Quiero contárselo.
Pero su rostro es una muralla. Una belleza dura. Perfecta. Dolorosa.
Y entonces él se acerca.
Coloca una mano sobre el respaldo de mi silla mientras su cuerpo queda a unos centímetros del mío. Puedo olerlo. Ese aroma que me enreda, que me abriga, que me tienta.
Su otra mano queda suspendida en el aire, como si dudara si tocarme o no.
—Si algo te preocupa —murmura—. Puedes decirme.
Mi garganta se cierra.
Claro que puedo.
Pero si lo hago, cruzamos una línea que no tiene vuelta atrás.
Así que me quedo callada.
Y él se aleja lentamente. No sin antes rozar mi mejilla con la yema de sus dedos. Un roce que apenas sucede, pero quema como fuego.
Me mira una última vez antes de volver a su oficina.
Yo me quedo. Con el pecho lleno de palabras no dichas.
Pero ahora lo entiendo.
No es que no sienta.
Ahora me toca decidir si espero a que abra su corazón…
Una cosa es segura:
Alexander no es quien dice ser.
Y si él está roto…
Tal vez yo también estoy empezando a romperme.