Alexander
El perfume de Sofía todavía me persigue. Está en la almohada del hotel, en la camisa que llevaba puesta ayer, en mis malditos pensamientos. Y me está volviendo loco.
Debería concentrarme. Tengo tres reuniones pendientes, un informe de fusiones que necesita mi aprobación antes del mediodía y una invitación formal para esa cena benéfica que preferiría prender fuego antes que asistir.
Pero no. Estoy aquí, en mi oficina, con la mandíbula tensa, las manos cerradas en puños y el corazón doliéndome en un lugar que creí muerto hace años.
Porque Sofía no solo me habló claro esta mañana. Me desafió. Y lo hizo con la misma firmeza con la que yo solía mirar al mundo antes de romperme.
Antes de ella.
Cierro los ojos y me recuesto en la silla de cuero. La imagen de Eliza llega sin que la invite. Su sonrisa, su risa despreocupada, la forma en que pronunciaba mi nombre como si fuera la única palabra que conocía. El vestido rojo que usaba la última vez que la vi con vida. El accidente. Las luces. El sonido metálico del impacto.
Mi mundo desmoronándose en una autopista.
La culpa me atrapó por el cuello y no me ha soltado desde entonces. No la cuidé lo suficiente. No la protegí. Y lo peor: ese amor que creí eterno, no fue suficiente para salvarla. Entonces, ¿para qué arriesgarme otra vez?
¿Para qué abrirle la puerta a alguien como Sofía, con su carácter indomable y su sonrisa que desarma mis defensas en segundos?
Me levanto con un gruñido frustrado y camino hacia el ventanal. Desde aquí, la ciudad parece lejana, manejable. Un tablero de ajedrez donde cada ficha hace lo que yo quiero.
Pero ella no es una ficha. Sofía no se deja mover.
Y eso… eso me atrae más de lo que debería.
La cena benéfica está en un hotel de cinco estrellas, de esos que huelen a poder, ambición y champán caro. Llego puntual, como siempre, vestido con el clásico traje negro que nunca falla. Hay fotógrafos afuera, políticos adentro, inversionistas bebiendo como si los millones no dolieran.
Y ahí está ella.
Sofía.
Vestido azul medianoche. Ajustado, elegante, pero lo bastante provocador como para que mi pulso se dispare apenas la veo. Cabello suelto, labios rojos, sonrisa sutil. Habla con un hombre de mi edad, demasiado cerca para mi gusto.
Mi estómago se revuelve con una emoción que no he sentido en años.
Celos.
Asquerosos, irracionales, inesperados celos.
No lo reconozco al principio. Tardo en ponerle nombre porque no estoy acostumbrado a no tener el control de lo que siento. Pero es eso. Puro y venenoso celo. Porque ese hombre se atrevió a tocarle el brazo mientras reían. Porque ella no se apartó. Porque su risa sonó real.
—Alexander —dice la organizadora del evento, tocándome el codo—. Estábamos esperándote. ¿Te acompaño a tu mesa?
Asiento, fingiendo una sonrisa. Pero mis ojos no se despegan de Sofía.
Cuando nuestros ojos se encuentran, ella no sonríe.
Me sostiene la mirada.
Y me lo lanza todo sin decir una sola palabra: Tú elegiste alejarte. No me culpes si otro se acerca.
M****a.
No la quiero con otro. No quiero que la miren como la estoy mirando yo. No quiero que descubran la forma exacta en la que sus pupilas se dilatan cuando está interesada, o cómo frunce el ceño cuando algo le molesta. No quiero que nadie más sepa cómo su voz tiembla solo un poco cuando se contiene.
No quiero compartirla con el mundo.
Y eso me aterra.
Durante la cena, me mantengo en piloto automático. Sonrío, saludo, firmo un cheque para la fundación. Hablo con tres banqueros, dos políticos, y uno de mis abogados. Pero cada célula de mi cuerpo está atenta a Sofía. A cómo se mueve. A cómo se ríe. A cómo ese tipo sigue pegado a ella como un maldito imán.
Hasta que no aguanto más.
Me acerco con una copa en la mano y la interrupción en la voz.
—¿Puedo robarte un segundo, Sofía?
Ella se gira, impecable y serena. Me odia un poco, lo sé. Y aún así, asiente.
—Claro.
Nos alejamos unos pasos, hacia un rincón más privado del salón. Ella cruza los brazos. Yo respiro hondo.
—¿Te estás divirtiendo? —pregunto, sabiendo lo estúpido que suena.
—Bastante. Es un buen evento. Buena comida. Buena compañía —agrega con una sonrisa afilada.
—¿Ese tipo es tu buena compañía?
—¿Te importa?
Directa. Letal. Hermosa.
—Sí —respondo, antes de poder callarme.
Ella parpadea, sorprendida.
—¿Por qué?
La respuesta me quema la lengua. Me encantaría decir que no sé. Que estoy confundido. Que no lo pensé. Pero no sería cierto.
Lo sé perfectamente.
—Porque no soporto verte con alguien más.
Sofía se tensa. Baja la mirada. Su voz es un susurro cuando responde:
—Entonces no deberías haberme dejado ir.
Y ahí está. El abismo. El borde del que tanto huyo.
Mis dedos quieren tocarla. Mi boca quiere buscar la suya. Pero la razón aún pelea por mantenerse viva.
—Eliza murió —suelto, de golpe, sin anestesia—. Era mi prometida. Hace cinco años. Murió en un accidente. Íbamos a casarnos. Yo estaba conduciendo.
Sofía me mira, sin palabras.
—No puedo volver a amar, Sofía. No sin miedo. No sin culpa.
—No te estoy pidiendo que me ames —dice con una calma que me desarma—. Solo que no te escondas de lo que sientes. No soy ella. No voy a romperte si no me lo permites.
Sus palabras me perforan como un bisturí. Precisas. Verdaderas.
—¿Y si sí?
—Entonces nos romperemos juntos —dice, con una sonrisa triste—. Pero al menos habremos vivido algo real.
Esa noche, me quedo frente al espejo del baño del hotel. Las luces están bajas. Mis puños están cerrados.
Y ya no puedo seguir evitando lo inevitable.
Quiero a Sofía.
Y si eso me destruye… al diablo con todo.
Mañana empiezo a luchar por ella.