Sofía
El desayuno debería ser sencillo. Café negro. Pan tostado. Conversaciones triviales, si acaso. Pero no con Alexander Blackwell frente a mí, mirándome como si anoche no hubiera estado a punto de besarme. Como si sus ojos no hubieran buscado los míos en la oscuridad del cuarto de hotel. Como si mis labios no hubieran temblado con los suyos a escasos centímetros.
Y ahora está ahí. Impecable. Traje oscuro. Camisa blanca sin una sola arruga. Peinado con esa perfección milimétrica que solo los hombres peligrosamente atractivos consiguen sin esfuerzo. Se lleva la taza a la boca y da un sorbo como si no acabara de destrozarme los pensamientos.
Yo, en cambio, estoy descompuesta en capas. Orgullo, decepción, rabia y algo que no quiero nombrar. ¿Deseo? Sí, claro. Pero también ternura, ganas de entenderlo… y ganas de golpearlo con esa misma taza que sostiene.
—¿Dormiste bien? —pregunta, sin levantar la vista del informe que tiene delante.
—Perfectamente —miento, porque no dormí. Di vueltas