El coche avanzaba en silencio por las calles casi desiertas. La ciudad dormía, ajena al dolor que desbordaba en el asiento del copiloto. Celina miraba por la ventana, pero no veía nada. Sus ojos estaban nublados, no solo por las lágrimas, sino por todo lo que le habían arrebatado.
Mientras Gabriel conducía, mantenía una mano firme sobre la de ella, presente, constante.
Ella apretaba los puños sobre el regazo, intentando contener el temblor que se empeñaba en adueñarse de su cuerpo. Cada recuerdo llegaba como una cuchillada. Todo giraba, todo se derrumbaba. Era como si ya no hubiera suelo, ni dirección, ni siquiera ella misma.
—Debería haberme quedado sola… —susurró, apenas audible, con la mirada fija en el cristal.
Gabriel apretó con más fuerza su mano, desviando un instante la vista para mirarla.
—No digas eso, Cê. Por favor… no lo digas.
—Estoy cansada, Gabriel… —su voz se quebró a la mitad—. Cansada de amar demasiado y… y siempre terminar sola. Siempre. ¿Por qué?
Él tragó saliva, s