La empresa de ambos prosperaba, ahora con una filial en Canadá. Y había otra noticia que todos comentaban con alegría: Luzia, la madre de Gabriel, se había casado con un estadounidense viudo y sin hijos, encontrando a su lado una nueva oportunidad para amar.
Isabela y Felipe también estaban allí, acompañados de sus hijos adoptivos: Lorenzo, de diez años, y Larissa, de seis. El gesto de acoger a los hermanos para no separarlos mostraba quiénes se habían convertido: una familia que elegía el amor cada día. Isabela seguía dirigiendo la ONG con dedicación, viajando por el país para dar conferencias inspiradoras. Había publicado varios libros y aun así encontraba tiempo para cursar una maestría. Felipe, ahora juez, equilibraba su rutina con los estudios de posgrado y se mostraba sereno, maduro, un hombre plenamente realizado. La mansión que habían comprado no era solo una casa cómoda: era un hogar pensado para los niños y para la madre de Isabela, un espacio donde la vida renacía a diario