El reloj marcaba exactamente las seis de la tarde cuando Thor y Celina escucharon un suave toque en la puerta del dormitorio. Celina estaba recostada en la cama, con la cabeza apoyada en el pecho de Thor, que pasaba lentamente los dedos por su cabello en silencio. El día había sido largo, cargado de dolor y aún de mucho llanto. Su cuerpo estaba allí, pero su mente vagaba, llena de preguntas, emociones contradictorias y el sabor amargo del descubrimiento que seguía ardiendo en su pecho.
—Puedes pasar —dijo Thor en voz baja, sin moverse.
La puerta se abrió despacio. Un rostro conocido apareció en el marco, trayendo consigo un aire cálido y reconfortante. Gabriel, con su mirada carismática y una leve sonrisa en los labios, cruzó los ojos con los de Celina.
—Hola, chica de los ojos tristes… —murmuró suavemente.
Celina alzó la vista, sorprendida.
—¿Gabriel? —dijo incorporándose de golpe, aún confundida.
Thor la miró y sonrió.
—Los dejo para que hablen.
Se inclinó, depositó un beso breve en