Gabriel salió del cuarto de Celina para hablar con Ava y, al colgar, el tono seco y conclusivo de su novia seguía reverberando en sus oídos. Sabía que no había celos de por medio —Ava no era ese tipo de mujer—, pero también conocía su personalidad rígida, casi cartesiana, que no admitía fallos, sobre todo cuando se trataba de compromisos previamente pactados.
Mientras caminaba por el pasillo hacia la terraza para respirar un poco de aire fresco antes de volver al cuarto, redactó un mensaje:
“Estoy saliendo ahora, ¿me esperas?”
La respuesta llegó en segundos:
“No hace falta. Ya salí del restaurante. Hoy voy a dormir en mi apartamento.”
Sin espacio para la duda, para la réplica, para insistir. Era su estilo: directo, preciso, sin margen para la subjetividad.
Gabriel miró el teléfono unos segundos antes de guardarlo en el bolsillo. Suspiró hondo, se frotó el rostro con las manos, intentando procesar esa sensación de que, incluso haciendo lo correcto, siempre terminaba decepcionando a alg