El domingo seguía tranquilo y luminoso, pero dentro del ático de Thor la atmósfera estaba cargada de un pasado que se empeñaba en resurgir. De pie en la sala de estar, Thor ajustaba los gemelos de su camisa mientras esperaba a que Celina terminara de arreglarse. El murmullo lejano de la ciudad quedaba amortiguado por las elegantes paredes de aquel lugar, creando un clima de aparente calma que estaba a punto de romperse.
Las puertas del ascensor se abrieron con un discreto aviso y de él salieron Raúl y Angélica. La mirada de Angélica traía una mezcla de ansiedad y tristeza, mientras que Raúl, como siempre, mantenía la postura erguida y el semblante rígido.
—No soporto más que mi propio hijo me trate como a una desconocida —confesó Angélica con la voz quebrada y los ojos empañados.
—Venimos a arreglar las cosas, Thor —dijo Raúl, con ese tono brusco y directo que le era habitual—. Ha pasado demasiado tiempo.
Thor levantó la vista y cruzó los brazos, dejando claro que no sería una convers