César estaba sentado a la mesa, con los brazos cruzados, como quien espera un espectáculo cuyo inicio ya conoce de memoria.
Una sonrisa torcida apareció en la comisura de sus labios. Una de esas sonrisas cargadas de desdén, que intentan desarmar con puro sarcasmo.
—Te extrañé... sobre todo tu costumbre de aparecer sin avisar.
Celina no pronunció palabra. De pie en la puerta, sus ojos fijos en él, su expresión era una mezcla de dolor, coraje y una furia contenida que amenazaba con desbordarse.
Entró con el mentón erguido, aunque un nudo creciente le apretaba la garganta. Cerró la puerta tras de sí, sin hablar por un instante. El silencio era cortante, cargado de todo lo no dicho.
—Vine a resolver nuestra situación, César —dijo al fin, con la voz serena a pesar de la tensión—. Estoy aquí para firmar el divorcio.
César se recostó ligeramente en la silla, entrelazando los dedos sobre la mesa. La esquina de su boca se alzó en una sonrisa seca.
—Vaya, vaya... ¿el cuento de hadas ter