Celina bajó en el ascensor con el corazón acelerado, los pasos tambaleantes como si sus piernas ya no tuvieran fuerza para sostenerla. Cuando atravesó la puerta giratoria del edificio de Brown Abogacía, la luz del día golpeó sus ojos y la obligó a cerrarlos por un instante. El aire de la calle le pareció más liviano que la tensión que había dejado en aquel piso.
El sonido de sus tacones resonaba en la acera a medida que se alejaba del despacho. El corazón aún latía desbocado, la respiración era corta, entrecortada. Se sentía como si escapara de una emboscada. Llevó la mano al pecho, intentando controlar la ansiedad.
—Cálmate, Celina. Cálmate... Eso es lo que él quiere, quiere desestabilizarte —murmuraba para sí misma, como si esas palabras pudieran devolverle el control.
La ciudad seguía su ritmo frenético alrededor, pero dentro de ella reinaba el caos. Su mente era un torbellino de pensamientos:
“César está vigilando cada paso mío... Sabe de mis hijos... ¿y ahora qué? ¿Y si se lo cue