El ascensor se cerró detrás de Luz, y el silencio del edificio la envolvió.
Estaba agotada. Había sido un día eterno en el orfanato: revisiones, niños, llamadas, y esa sensación de haber cargado el mundo entero sobre los hombros.
Al abrir la puerta de su departamento, el aroma a comida la recibió como un abrazo cálido.
Frunció el ceño, intrigada.
Se sacó los zapatos, dejó el bolso sobre la mesa y caminó hacia la cocina.
Zeus no estaba en su sillón habitual, el que solía reclamar como trono personal.
El motivo se hizo evidente al llegar: el perro estaba sentado muy derecho junto al mesón, observando con atención a un Cristian que llevaba puesto un mandil y tenía una sartén en la mano.
—Oye —decía Cristian con seriedad, señalando la carne—, si te doy más, tu mamá me va a retar.
—Wof —respondió Zeus, moviendo la cola.
—No soy buen cocinero, así que compré comida de su restaurante favorito. Vamos a esperarla con la mesa lista, debe venir cansada.
Cristian hablaba con el perro como si le r