El sol de la tarde entraba tibio por la ventana de la habitación del hospital. Anna se miró en el espejo del baño, inclinando apenas el rostro hacia la derecha.
—Está horrible —murmuró con un suspiro.
—Pequeña, ni se nota —dijo Lissandro, apoyado en el marco de la puerta con una sonrisa—. No te preocupes por eso.
—No me gusta… —insistió ella, tocándose la pequeña cicatriz en la sien.
Él se acercó despacio, con esa mirada que siempre la desarmaba.
—A mí sí me gusta —susurró antes de empezar a llenarle la piel de besos.
La besó en la sien, en la frente, en la mejilla, en el rostro entero, hasta terminar en sus labios una y otra vez.
—Lissandrooo… —dijo Anna, riendo entre sus besos.
—¿Quééé? —preguntó él, fingiendo inocencia.
—Eres un exagerado.
—Soy tu esposo, y me encanta cada pedacito de ti —susurró contra su piel—. Incluso esa pequeña cicatriz.
Anna rodó los ojos, pero su sonrisa la traicionó.
—Mmm… lo tuyo no tiene remedio.
En ese momento, el doctor entró con una carpeta en la mano