En la habitación del hospital, la luz tenue del atardecer se filtraba por las cortinas, bañando de dorado las paredes. Lissandro estaba sentado al borde de la cama, sosteniendo con suavidad la mano de Anna. Sus dedos acariciaban los suyos con ternura, y de vez en cuando, besaba sus nudillos como si necesitara esa calma para poder hablar.
—Amor… —susurró ella, notando su semblante serio—. Dime qué pasa. ¿Ocurrió algo con la tumba de Leandro?
Lissandro respiró hondo, sin soltar su mano.
—Sí, algo así. Como te dije, hoy capturé a Vittorio. Y… ese día en el acantilado, no fue Leandro quien murió.
Anna lo miró confundida.
—¿Qué?
—Yo tampoco lo sabía —confesó él—. Lo supe hace poco menos de dos semanas, pero no podía decírtelo hasta atrapar a Vittorio. El que murió fue el hombre que los tenía amenazados. Leandro… está vivo.
El silencio cayó como un rayo.
—¿Qué…? —murmuró Anna, con la voz quebrada—. Pero… cayó. Yo lo vi.
Lissandro envió un mensaje rápido desde su teléfono, luego volvió a mir