La noche en Milán se había vestido de oro y fuego.
Las luces de la ciudad entraban por los ventanales del departamento, tiñendo las sábanas blancas donde Anna y Lissandro se perdieron una y otra vez, entre risas, besos y promesas susurradas en la penumbra.
Él fue paciente y salvaje, delicado y dominante, todo a la vez.
Y cuando finalmente el silencio reinó, solo quedaron sus respiraciones entrelazadas, el perfume a piel y el murmullo lejano de los autos recorriendo la ciudad dormida.
Anna abrió los ojos con el primer rayo de luz. La mañana italiana se filtraba por las cortinas, suave y cálida, y el sonido de la cafetera la sacó del ensueño.
Tanteó a su lado, pero el espacio estaba vacío.
Se incorporó y su cuerpo dolió agotado, pero sonrió al recordar como Lissandro la había amado y como ella lo había amado a él.
—Siempre madrugas, incluso cuando deberías descansar —susurró con voz adormecida sonriendo.
Se incorporó lentamente, se puso la bata de seda color marfil que encontró sobre un