La tarde caía tranquila sobre la casa de Michelle.
El aire olía a pan recién horneado y a flores frescas; las cortinas blancas se mecían con la brisa, y el sonido del agua corriendo en la fuente del jardín llenaba el ambiente de paz.
Carmen ya estaba en casa, recostada en el sofá con una manta suave sobre las piernas.
Joel no se apartaba de su lado: cada vez que ella se movía, él estaba ahí, atento, como si temiera que pudiera desaparecer si dejaba de mirarla.
Armand leía en voz alta uno de sus libros favoritos, sentado frente a ella, mientras Michelle se movía por la cocina, concentrado, preparando la comida con una dedicación casi reverencial.
Era una escena perfecta. Tres hombres fuertes, protectores, volcados por completo en cuidar a la mujer que les había enseñado a amar.
Cuando el timbre sonó, todos miraron hacia la puerta.
Michelle dejó el cucharón a un lado y fue a abrir.
En el umbral, con una sonrisa cansada pero radiante, estaba Isabella.
El corazón de Michelle pareció latir