La mañana se presentó fría, con el aire del bosque colándose por las rendijas de la cabaña. Sin embargo, entre las mantas todo era calor. Anna dormía profundamente, acurrucada como un gatito, con las mejillas sonrosadas y el cabello revuelto sobre la almohada.
Lissandro, en silencio, se había levantado temprano. La imagen de ella envuelta en las sábanas lo había hecho sonreír con un calor en el pecho que no conocía. Se calzó un pantalón cómodo, encendió la estufa de la cocina y comenzó a preparar un desayuno como jamás había hecho para nadie.
Chocolate caliente con canela y un toque de naranja, tostadas doradas con mantequilla, un pastel que había traído el día anterior, y fruta fresca en pequeños trozos. Cada detalle lo pensó con ella en mente.
Cuando terminó, colocó todo en una bandeja y la llevó hasta la habitación. La dejó sobre la mesita de noche y, en silencio, volvió a meterse bajo las mantas. Se acercó despacio, comenzó a besarle la espalda, luego el hombro, luego el cuello. An