La cabaña estaba envuelta en un silencio íntimo, roto solo por el crepitar de la chimenea. Sobre la alfombra, cubiertos apenas por una manta, Anna descansaba sobre el pecho desnudo de Lissandro. Sus dedos dibujaban círculos suaves en su piel, mientras él la abrazaba con fuerza, besando de vez en cuando su frente y su cabello.
Los dos respiraban acompasados, como si el mundo hubiera desaparecido allá afuera.
Anna levantó la mirada, sus ojos brillando con amor y curiosidad.
—¿Por qué tu familia te rechaza, Lio?
El suspiro que salió de los labios de Lissandro fue largo, pesado, como si llevara años guardando ese secreto. Sus ojos grises se perdieron en las llamas.
—Cuando éramos niños… —empezó, con la voz grave— Leandro y yo teníamos siete años. Había una pequeña vecina, Luz. Una niña alegre, de esas que parecen iluminarlo todo. Ella tenía un perrito blanco, lo llamaba Nieve.
Anna lo escuchaba sin parpadear, apretando suavemente su mano.
—Éramos inseparables. Luz venía a jugar conmigo ca